Emergencia sanitaria
Quién destruye a quién
by Fernando ÓnegaCuando el poder político saca a pasear el fantasma del golpe de Estado utiliza el recurso de que se pone en peligro la democracia, puede ser por uno de estos dos motivos: o tiene informaciones de los servicios secretos de alguna trama y lanza un aviso a los conspiradores, o no tiene ninguna información pero utiliza esas palabras como mecanismo de defensa de sus políticas. Es un clásico de la política española.
Cuando el mismo poder político atribuye la intención golpista o el peligro de caída de la democracia uno o varios partidos de la oposición, la explicación es algo más compleja. Puede ocurrir que se haya quedado sin argumentos para rebatir a los oponentes y busca refugio en el riesgo de involución si triunfa la política contraria. Puede suceder que tenga una visión deformada de la realidad por indicios equívocos o por antecedentes históricos. Puede pasar que tenga un sentido monopolístico de la democracia y todo lo que no coincida con su pensamiento lo vea antidemocrático. Y puede acontecer, naturalmente, que sea verdad, aunque en este momento no parezca probable.
Entre alguna de esas explicaciones se encuentra lo ocurrido esta semana. Tres veces, tres, hubo referencias de altos miembros del Gobierno a la puesta en peligro de la democracia. La primera fue cuando Pedro Sánchez respondía a Pablo Casado y lo asimilaba a Vox. La segunda, cuando Pablo Iglesias respondió a Álvarez de Toledo en el penoso episodio de llamarle hijo de terrorista. Y la tercera, cuando el mismo Iglesias acusó a Vox de querer un golpe de Estado. Y todo ello en sede parlamentaria. Era como si volviésemos 40 años atrás. En algún momento, como si volviéramos casi 90 años atrás, cuando en el mismo escenario derecha e izquierda se atribuían la responsabilidad del descontrol de la calle y denunciaban los peligros que acechaban a la República.
No, no parece probable que la política española haya efectuado este retroceso. Lo único que parece cierto es que se intensifica el asedio a la coalición socialcomunista ; que sigue la resistencia a ver a Podemos en el Gobierno y con evidente y conflictiva intervención en la economía; que el temor a una política bolivariana está más extendido de lo que parece, al menos en el ruidoso Madrid; que el discurso conservador es cada vez más duro, con veleidades de un derribo quimérico por la imposibilidad de que triunfe una moción de censura y quizá angustiado por el tiempo que falta para las siguientes elecciones.
La crispación es fruto de todo eso y su expresión actual ya consiste en un brutal enfrentamiento para ver quién destruye a quién. La derecha llega a poner en duda la legitimidad del Gobierno y la izquierda, acosada desde un abundante y poderoso ejército mediático, pone en duda la voluntad democrática de los conservadores. Y ahí podría terminar el diagnóstico semanal de la situación, si no fuese por sus efectos sobre la vida real. Valgan tres ejemplos.
El primero, lo ocurrido en la Guardia Civil. “Una caza de brujas”, dijo Pablo Casado después de verse con las asociaciones profesionales de guardias. Hasta ahora trascendió el rosario de dimisiones y ceses. Pero hay algo más. ¿Alguien duda de las escasas simpatías de algunos de los generales que han sido noticia esta semana por Pablo Iglesias, por el conjunto del Gobierno y, en consecuencia, por Grande-Marlaska ? Si el informe del equipo de Pérez de los Cobos es tan discutible y resulta parcial, es porque sus autores sienten alguna animosidad. Por eso el entorno de Sánchez habla de “pulso”.
El segundo, el resultado de la lucha contra la pandemia. La derecha no quiere más muertos, por supuesto. Pero su ansiedad la impulsa a necesitar que Sánchez , Illa y el doctor Simón fracasen. Un éxito gubernamental sería una prueba de que saben gestionar y alejaría del poder al mundo conservador. De ahí que las críticas sean tan crueles y los medios próximos magnifiquen los errores. Y que el Gobierno se defienda haciendo culpable de todo al PP.
El tercero, la comisión de Reconstrucción. Lo curioso es que ha sido una iniciativa de Casado. Pero ni el más optimista se jugaría un euro por su éxito. Quien acusa a Iglesias de propugnar una política bolivariana difícilmente puede suscribir las mismas soluciones económicas. Y quien acusa al PP de poner en peligro la democracia y a Vox de querer un golpe de Estado difícilmente aceptará algunas de sus ideas.
¿Y el país? El país asiste resignado al espectáculo. Pero íntimamente cabreado. Lo diré en catalán: emprenyat.