No hay dos sin tres
by Juan-José López BurniolEn tres ocasiones durante el último siglo y cuarto, una parte significativa de la prensa española ha contribuido –en régimen de libertades– a una fuerte radicalización social, que ha degenerado a veces en un enfrentamiento abierto. Insisto: solo una parte, mayor o menor, en la que englobo hoy –eso sí– a una fracción de articulistas y tertulianos (entre los que el lector quizá me incluya). Así ocurrió en 1898, durante el conflicto con Estados Unidos. Casi toda la prensa –con la sola excepción de la prensa obrera– coincidía en la descalificación injuriosa de Estados Unidos, presentado como un país de tenderos y tocineros. Periódico hubo que sostuvo que España podía financiar un levantamiento generalizado de pieles rojas; otro apuntaba a un desembarco anfibio en la costa norteamericana, y muchos se recreaban en la solidaridad de las “naciones hermanas”, en especial de México. Los datos facilitados sobre las fuerzas españolas no eran reales y confundían al ciudadano, que pensaba que España era una potencia económica y militar. Los motivos que llevaron a la prensa a influir en la población a favor de la guerra no están claros, pero algunos periódicos eran la voz de la oligarquía que veía amenazados sus intereses por la injerencia norteamericana. Total: “la prensa criminal del perro chico y de la mentira” –como la definió Unamuno– contribuyó al desastre.
La segunda ocasión fue durante la última etapa de la Segunda República. Ha escrito García de Cortázar que “la barbarie desatada en el verano de 1936 ha ocultado el hecho de que la mayoría de los españoles llevaba una vida normal”, por lo que el grueso de la población se vio arrastrada a la tragedia –“no fue posible la paz”– por la acción deliberada de extremistas de toda laya. Según el presidente de la República –Manuel Azaña–, la guerra no se produjo tanto por una confrontación entre burgueses y proletarios, sino a consecuencia de la fractura de las clases medias españolas. Una fractura a la que contribuyó una prensa mayoritariamente desbocada y escorada a uno u otro bando. Así –por ejemplo–, Ahora , un periódico explícitamente defensor de una república democrática, fue descalificado desde el sector izquierdista radical como el periódico más peligroso para la república porque “sus intereses caen del lado de lo viejo”. No es extraño que Manuel Chaves Nogales –su director– marchase al exilio en noviembre de 1936 y, ya en París, justificase –en el prólogo de su libro A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España – su decisión de exiliarse con estas razones: “Entre ser una especie de abisinio desteñido, que es a lo que le condena a uno el general Franco, o un kirguís de Occidente, como quisieran los agentes del bolchevismo, es preferible meterse las manos en los bolsillos y echar a andar por el mundo”. En aquel momento, el adversario –ya convertido en enemigo– era, para unos, “una casta de explotadores y parásitos, (…) ralea oscura, babeante, untuosa, bancaria y palatina, sacristanesca y rapaz” ( El Socialista ), y para otros, “la milicianada sudorosa y maloliente (…) bandas de repulsivos asesinos” ( Arriba ).
Y hoy, por tercera vez, estamos en danza. De entrada, todo el respeto merecen tantos profesionales independientes que, desde muchos medios de comunicación, se esfuerzan, día tras día, en cumplir con rigor su función de informar con verdad e imparcialidad, contextualizando la noticia. Pero a su lado, y de un modo creciente y descarado, proliferan los elementos que, en aras de la defensa de intereses partidarios (con abrevaderos incluidos), de dogmáticas cerriles y de variopintas ensoñaciones, pervierten la realidad predicando, engolados y con frecuencia agresivos, lo que ellos querrían que fuese en lugar de lo que es. Estos predicadores, unos encrespados y otros sutiles, están tanto en los medios públicos –lo que es una doble infamia– como en los privados. Los encontramos, autocomplacientes y seguros de sí mismos, tanto a la derecha como a la izquierda. Entre los de derechas prevalece un ancestral sentido patrimonial del Estado, que les impulsa a apropiarse de los símbolos de la nación y de las instituciones públicas en beneficio propio; entre los de izquierdas predomina un sentido de superioridad moral autootorgada, que les traslada a un olimpo de cartón piedra desde el que quieren salvar a la humanidad por la fuerza. Unos y otros oficiantes son iguales: dogmáticos y sectarios, monocordes y sesgados. Nos llevan al precipicio. Son como el aprendiz de brujo. Y nunca aprenden: van a lo suyo.