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En los últimos días se conoció que una misión del Comando Sur del Ejército estadounidense llegará a Colombia el próximo 1 de junio para apoyar la lucha contra el narcotráfico.
AFP

Estados Unidos, el “mejor amigo” de Colombia en la guerra

Desde la segunda guerra mundial hasta hoy, Colombia ha sido el aliado número uno de Estados Unidos. Breve repaso de momentos críticos de la hitoria reciente en los que la política exterior de ambos gobiernos marcha por la misma órbita.

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“Se reafirma una vez más el compromiso de los Estados Unidos con Colombia, su mejor amigo y aliado en la región”. Sobre las divergencias políticas, estas palabras incluidas en el comunicado de la embajada norteamericana en Bogotá para anunciar la presencia de una Brigada de Asistencia de Fuerza de Seguridad en las zonas cocaleras, no distan de la realidad. Al menos desde la historia, después de la segunda guerra mundial, es difícil encontrar otro país de América Latina cuyas decisiones políticas se hayan adoptado de manera tan afín con la política exterior dictada desde Washington.

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Cuando estalló la guerra de Corea, primer conflicto de la Guerra Fría, el único país de latinamérica que acompañó a Estados Unidos en su intervención fue Colombia. Un total de 5.100 colombianos terminó peleando al otro lado del mundo y 163 de ellos no volvieron. En adelante, Colombia fue la punta de lanza contra el comunismo y, en 1961, cuando el presidente John F. Kennedy lanzó su programa Alianza para el Progreso para neutralizar una segunda Cuba en el continente, el país donde germinó la iniciativa fue Colombia, previa ruptura de relaciones internacionales con Cuba.

Ese mismo 1961, a instancias de la Organización de Naciones Unidas, se aprobó la Convención Única contra las Drogas, con énfasis en el prohibicionismo dictado desde la Oficina Federal de Estupefacientes de Estados Unidos. En la misma ruta, el FBI conocía de La Habana-Medellín Connection, y monitoreaba cómo pasaba por Colombia más allá de su conflicto armado insoluble. Aunque la Alianza para el Progreso fue la prioridad respecto a Colombia y sus escenarios críticos, Washington siempre tuvo claro que el estado colombiano no estaba en condiciones de contener la expansión del narcotráfico.  

Cuando la discusión política en el Congreso sobre las “repúblicas independientes” ya evidenciaba que la doctrina del enemigo interno iba más allá de los cuarteles, y que el delirio anticomunista no daba tregua, el plan Lazo transformó una alianza de estados en acción de guerra. La asesoría fue norteamericana y derivó en la denominada Operación Soberanía para enfrentar al Bloque Armado del Sur de inspiración comunista. De esa fallida intervención militar, avivada en los diarios, los corrillos y la política, surgieron las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc).

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Luego se sumó el ELN, y cuando el secuestro alarmaba y la fuerza pública no podía contener el avance insurgente, otra misión norteamericana aportó la solución: usar a la población civil en la defensa de las Fuerzas Armadas. Así surgieron los grupos de autodefensa, inicialmente amparados por el decreto 3398 de 1965 que organizó la defensa nacional e instó a personas naturales y jurídicas a trabajar con ella, y deliberadamente autorizó el amparo de armas de uso privativo de las Fuerzas Armadas para los civiles. La norma se fortaleció después a través de la ley 48 de 1968.

Con la doctrina contrainsurgente arraigada en el Estado y sus Fuerzas Armadas, y las directrices del Pentágono y el Departamento de Estado de Estados Unidos en la misma línea, no fue extraño que los años 70 significaran para Colombia seguir siendo el aliado incondicional. Cuando el gobierno de Richard Nixon declaró la guerra contra las drogas en 1971, y la rotuló como “el enemigo público número uno de los Estados Unidos”, en breve, Colombia correspondió con el primer Estatuto Antidrogas (decreto 1188 de 1974).  Era claro que la política contra las drogas iba a llegar de Washington.

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Era la época de los primeros narcotraficantes de peso, Griselda Blanco, Verónica Rivera o Benjamín Herrera. De las primeras guerras de la mafia colombiana que se libraron en las calles de Nueva York o Miami, mientras el conflicto armado seguía desbordado en el país, con nuevas organizaciones como el EPL o el M19. Una encrucijada que Estados Unidos encaró con su fórmula para el gobierno Turbay: la firma de un tratado de extradición que se firmó el 14 de septiembre de 1979. El embajador en Washinton era Virgilio Barco Vargas. Al año siguiente fue aprobado a través de la ley 27 de 1980.

En la antesala del tránsito a la presidencia del republicano Ronald Reagan, y su fórmula vicepresidencial George Bush, ambos convencidos de que la política exterior ya no tenía como énfasis el macartismo comunista, el desafío pasaron a ser los carteles del narcotráfico. Una época que coincidió con el ascenso al poder de Belisario Betancur y su política de paz, y también de Rodrigo Lara dispuesto a enfrentar al narcotráfico. En ese cruce de caminos, el enlace para las definiciones fue el embajador Lewis Tambs, que sin mayor diplomacia manifestó lo que el país se negaba a reconocer: el capítulo de la narcoguerrilla.

Cuando Rodrigo Lara fue silenciado por la mafia no quedó otra opción que la guerra, pero los Extraditables sumaron a su narcoterror, la violencia política. Primero asesinaron a los tres que más incomodaban -el magistrado Gustavo Zuluaga, el coronel Jaime Ramírez y el periodista Guillermo Cano-, y luego se asociaron al paramilitarismo. Cuando el Estado reaccionó en 1988 con el primer Estatuto Antiterrorista, ya había corrido mucha sangre. Y después fue peor. 1989 testifica el alcance del desastre. Los carros bomba, las masacres, los mercenarios extranjeros, los candidatos asesinados.

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Un caos que llegó a administrar César Gaviria en 1990, en los días del relevo republicano entre Ronald Reagan y George Bush, cuando la diplomacia pasó a llamarse Estrategia Andina contra las Drogas, después de la invasión de Estados Unidos a Panamá para capturar al general Manuel Noriega. Pero la sinsalida de Gaviria era de ultimátum: debía parar los carros bomba. Por eso se la jugó por una política de sometimiento a la justicia para buscar la rendición de los narcotraficantes a cambio de la no extradición y las rebajas procesales. Con Washington midiendo con lupa cada movimiento de esa vuelta.

Con la entrega de Pablo Escobar a la justicia el mismo día que la Asamblea Constituyente prohibió la extradición de colombianos, todo parecía triunfo consumado de la mafia, pero Estados Unidos solo esperaba el momento de intervenir. Tras la fuga de Escobar de la cárcel de La Catedral, cuando revivía el narcoterrorismo en las ciudades, Gaviria volvió los ojos a Washington, y llegó la mano que las autoridades colombianas requerían para ponerle tatequieto a los carteles de la droga. La tecnología del FBI y la DEA con su moderna unidad de localización de personas y su Fuerza Delta.

La élite de la ofensiva judicial norteamericana en apoyo del Bloque de Búsqueda de la Policía. Sin descontar a los informantes de los Perseguidos por Pablo Escobar (Pepes), que también contribuyeron a la redada, finalmente el capo de capos cayó en Medellín en diciembre de 1993. De inmediato, las autoridades norteamericanas dejaron claro su siguiente objetivo: El cartel de Cali. Era asunto de replicar el modelo del bloque de búsqueda y de sortear los obstáculos políticos y judiciales de la agenda binacional que se fueran atravesando en el espinoso camino.  

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Como el ruido que se armó en diciembre de 1993 cuando la embajada de Estados Unidos divulgó que, por un acuerdo suscrito con el gobierno Gaviria, entre enero y febrero de 1994, militares norteamericanos iban a realizar un programa de asistencia técnica en la costa del Pacífico y construir una escuela y una clínica en el área de Juan Chaco, a 75 kilómetros de Cali. Como era de esperarse, se armó el revuelo político y jurídico pues, a la luz de la nueva constitución, el gobierno se había saltado la obligación de consultar al Consejo de Estado la presencia de tropas extranjeras.

Con el paso de los días quedó claro que el asunto iba más allá de una escuela en Juan Chaco, y que el acuerdo entre Gaviria y Estados Unidos acogía a un grupo de trabajo norteamericano en Bahía Málaga con campo de aterrizaje y playa de parqueo para equipos de ingeniería. Los barcos y aviones norteamericanos quedaron con visto bueno para acceder a aguas territoriales y puertos, antes de que el asunto se convirtiera en acusaciones contra el primer mandatario en el Congreso. Pero del alboroto mediático no pasó nada porque apareció uno mayor, también asociado a la intervención de Estados Unidos en Colombia.

Durante la cacería a Pablo Escobar en el segundo semestre de 1993, el gobierno también consolidó un plan B que finalmente cobró forma después de la caída del capo. La ley 81 de 1993, que convirtió en norma permanente la política de sometimiento a la justicia. Al caer Escobar, este parecía perder importancia, pero había otros interesados en buscar ese atajo jurídico en Cali y el norte del Valle. A principios de 1994, cuando el fiscal Gustavo de Greiff intentó utilizar esa ley para buscar la rendición de los mafiosos del cartel de Cali, el gobierno de los Estados Unidos puso el grito en el cielo y estalló la crisis.

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El gobierno Clinton se apartó del fiscal De Greiff y anunció que cesaba su cooperación judicial con Colombia. En medio del enfrentamiento, el presidente Gaviria que buscaba la secretaría general de la OEA con apoyo de Washington, hizo causa común con Estados Unidos contra De Greiff, y el as que se utilizó para salir del incómodo funcionario fue su edad. Al cumplir 65 años de edad, el gobierno decidió consultar a la Corte Suprema si De Greiff podía seguir en el cargo o debía acatar el retiro forzoso. El Alto Tribunal dijo que sí, y De Greiff salió por la puerta de atrás a las puertas de un terremoto judicial y político.

El escándalo de los narcocasetes que estalló el 21 de junio de 1994, dos días después de que Ernesto Samper saliera elegido presidente. En pocos meses, mientras el director saliente de la DEA en Colombia, Joe Toft, denunciaba que Colombia era una “narcodemocracia”, la Fiscalía de Alfonso Valdivieso le dio forma al proceso 8000, pensado para cortar los nexos entre el narcotráfico y la sociedad. Incluida la campaña Samper presidente. En el primer plano de la cruzada antisamperista, con la diplomacia del garrote en toda su expresión, el embajador de Estados Unidos en Colombia, Myles Frechette.

Días de cuenta regresiva simultánea: de un lado el proceso 8000 tumbando fichas del poder político en el tablero de la Fiscalía y, a la misma hora, el Bloque de Búsqueda de la Policía estrechando el cerco a los capos de Cali. Sumando y restando, Ernesto Samper absuelto, pero sin visa, sujeto a la estrategia de Washington para presionar a Colombia. En 1995 le dieron aval de buena conducta argumentando razones de seguridad, pero en 1996 y 1997, Colombia fue descertificada dos veces por sus insuficientes contribuciones a la lucha antidrogas. Ante la disyuntiva de perder al aliado, se concedió todo.

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Una ley de extinción de dominio de capitales con carácter retroactivo, nuevas condiciones para perseguir al narcotráfico, incremento en las penas contra mafiosos y lavadores de activos y, sobre todo, la reapertura de la extradición de colombianos a partir de diciembre de 1997. Con esa enmienda a bordo, llegó la era de Andrés Pastrana y su negociación de paz en una zona desmilitarizada entre Caquetá y Meta. La agenda binacional agregó la Lista Clinton y otras fórmulas para permanecer en la línea antinarcóticos, sin perder de vista la evolución del conflicto armado que entró en una nueva fase de violencia.

Cuando el paramilitarismo de la Casa Castaño y sus asociados arreciaba, y las Farc dilataba las negociaciones, pero sumaba prisioneros a su estrategia de canje por guerrilleros presos, Estados Unidos reacomodó sus fichas. En la transición entre la era demócrata Clinton y los tiempos republicanos de George W. Bush, los principales jefes de las autodefensas fueron requeridos en extradición por narcotraficantes y, ante el fracaso del proceso de paz en El Caguán, el gobierno Pastrana se la jugó por el Plan Colombia que acordó con Washington cómo modernizar a las Fuerzas Armadas y apurar el cese de la guerra.

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Cuando sobrevino el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York en septiembre de 2001, la política exterior norteamericana y la colombiana entraron en la misma órbita. El discurso político desde Washington se hizo antiterrorista, y el paramilitarismo y las guerrillas fueron incluidos en el listado de las organizaciones proscritas. En ese ambiente de guerra llegó al poder Álvaro Uribe que, a partir de unas Fuerzas Armadas modernizadas por el Plan Colombia, arreció en la confrontación contrainsurgente. Respecto al paramilitarismo, entró al túnel de un proceso de rendición decorado por los escándalos.

Tiempos en los que el gobierno de George. W Bush exaltó públicamente a su aliado Colombia, no solo por su ofensiva contra las Farc, claramente dispuesto con asesoría y consejo norteamericano, sino porque el malogrado proceso de paz con las autodefensas terminó con los 14 principales jefes del paramilitarismo presos en cárceles de Estados Unidos. También empezaron a caer piezas claves del narcotráfico seducidas por el nuevo trato: “Preferimos una cárcel en Estados Unidos que una tumba en Colombia”. Al revés de los años 80, el nuevo axioma se volvió negociar directamente con Estados Unidos.

Fluyó la relación con Washington, al punto de que Uribe acordó que los militares norteamericanos hicieran presencia en siete bases militares colombianas, iniciativa que no prosperó porque la Corte Constitucional conminó a Uribe a someter su decisión al Congreso. Con la casa ardiendo por la reciedumbre de la guerra, ante el contexto geopolítico regional, era claro que también existían otras urgencias. Hugo Chávez afianzaba su poder en Venezuela, Estados Unidos retrocedía en Brasil, Argentina, Ecuador o Bolivia. Pero contaba con su amigo leal, Colombia siempre jugando en su misma esquina.

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Lo demás es historia reciente y conocida. Juan Manuel Santos dio un giro de 180 grados y puso todos sus huevos en el canasto del proceso de paz de La Habana, respaldado por Cuba, Venezuela, Chile y Noruega en el primer frente, y después con ascendente internacional hasta lograr el respaldo de Naciones Unidas y el gobierno de Estados Unidos, ahora en cabeza de Barack Obama. Sin embargo, en la frontera oriental, el capítulo Venezuela siguió al rojo vivo, con una novedad: Hugo Chavez murió en 2013 le sucedió Nicolás Maduro, y desde entonces la disputa entre Washington y Caracas ya no tiene tregua.

Con el ascenso del republicano Donald Trump, la decisión es clara: cerco al gobierno de Nicolás Maduro. Con un ingrediente en favor de sus pretensiones: la victoria electoral de Iván Duque en Colombia en 2018. Ahora, todo parece ir de la mano de sus intereses comunes. Ante el auge de los cultivos de coca, la insistencia es reanudar la fumigación aérea con glifosato. La embajada de Estados Unidos anuncia una fuerza de seguridad para operar en cinco regiones, entre ellas dos zonas estratégicas de la frontera con Venezuela: Catatumbo en Norte de Santander y Arauca. El gobierno Duque se limita a ratificar que es cierto.  

En plena crisis por el coronavirus, el gobierno de Estados Unidos ofrece millonarias recompensas por la captura del presidente Maduro y su círculo, y después anuncia despliegue de la Armada para plantear una especie de escudo de protección contra el narcotráfico. El gobierno Duque, que obra como eje de apoyo del autoproclamado presidente de Venezuela Juan Guaidó, prefiere la diplomacia y guarda silencio. Nicolás Maduro denuncia un intento de ataque de mercenarios procedentes de Colombia y avalados por Estados Unidos con numerosos muertos y capturados, del lado colombiano no se oye hablar de pesquisas.

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Redacción Judicial

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Estados Unidos, el “mejor amigo” de Colombia en la guerra

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