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Madrid castizo. Ramón Gómez de la Serna se reunía en el café Pombo con su «cuadrilla» de contertulios habituales (los «pombianos»)
LIBROS

Añoranza de los grandes cafés literarios

Escritores, artistas, gentes de toda clase y condición... habitantes ilustres de bares y cafés donde se han celebrado las más brillantes reuniones. Refugios de libertad. Recorremos algunos de los más famosos que la historia cultural ha dado

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En 1739 la Real Academia Española describía a la Tertulia como el «Congreso de los discretos». El lugar donde se debatía, se discutía, se informaba, se polemizaba en torno a un asunto de interés para los convocados o lo que surgiera al albur de la sesión correspondiente. Sin fin, sin límites. Poco se entendería la historia de la literatura sin la tertulias. No enseñará demasiado sobre las obras, pues en su ausencia de límites tampoco uno espera encontrar los más afamados críticos o expertos literarios, pero tendrá su cierto morbo sobre los autores y las tertulias a las que estos acudían.

En España comenzaron en pleno Siglo de Oro (XVII), tras la representación de las obras de teatro y aquí siguen. Dos ensayos ilustran de manera excepcional esta historia: Los cafés históricos (2014), espléndido friso cultural, del recientemente fallecido Antonio Bonet Correa y, en el caso de Madrid, Las tertulias de Madrid (1995) de Antonio Espina, antiguo colaborador de Ortega en Revista de Occidente.

La tipología de la tertulia ha variado, se ha multiplicado, se ha instalado en la vida cotidiana, pero conserva una retórica, unos usos, unas referencias y, sobre todo, un ideario: allí se va a discutir, a confrontar ideas, ocurrencias, alucinaciones o secretos. Una primera y soberana distinción es la actitud del tertuliano, al menos en su origen, o en su razón y sentido. Porque la grandeza de la tertulia está en su carácter de intercambio de ideas, no de consignas.

En la tertulia original no había, no debería haber, una mera confrontación de posiciones, sino el hecho de que la fuerza, la consistencia de una opinión lograra que más de uno de los asistentes que había llegado a la cita con una idea determinada sobre tal o cual asunto, gracias a la conversación, saliera sino con la opinión opuesta sí con la consideración de que existían otras formas, o maneras, o perspectivas de afrontar y dirimir el caso. Esa era su grandeza. Descubrir otros puntos de vista, agrandar el marco de la realidad.

Salones, clubes, academias, llenaron Europa y América de reuniones encaminadas a sumar puntos de vista, con liberalidad, sin prejuicios; dispuestos sus asistentes a cambiar de opinión si otras voces, fueran cuales fueran, apuntaban detalles, consideraciones, conocimientos hasta entonces desconocidos o no tenidos en cuenta por el resto de los allí convocados. Una grandeza infinita. La tertulia muere, se convierte en un guiñol grotesco y, lo peor, aburrido, cuando todo en ella es previsible. Una buena tertulia nunca aburre, apasiona. Gentes, con criterio, con discreción que, en la más absoluta libertad, abordan, con rigor, el aleph de asuntos, que, al menos en literatura es posible y, a menudo, divertido revisar.

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Dorothy Parker en el hotel Algonquin de Nueva York, donde convocaba su «Mesa Redonda»

Edad de plata

Los ejemplos, como la propia tertulia son infinitos. Valgan algunos del centón inverosímil. Hay tres figuras en los tiempos que se denominaron la Edad de Plata de la cultura española (1898-1936) que marcan su presencia en las tertulias con acento singular: Ramón Gómez de la Serna y su convocatoria todos los sábados por la noche en el Café-Botillería de Pombo, cercano, entonces, a la madrileña Puerta del Sol. Rafael Cansinos Asséns, que en su inmensa obra póstuma memorialísta, La novela de un literato, relata, en directo ese ambiente y su presencia referencial en el Café Colonial y el gran Ramón del Vallé-Inclán en el Café de Levante. Piense el lector en un nombre señero de aquellos años y encontrara su tertulia y sus parroquianos: Marañón en el Roma; Ortega, que había creado su propia y selecta Tertulia de Revista de Occidente (que hoy algunos mantenemos modestamente) en la Granja del Henar; Cossío en el Lyon.

La tertulia era una algarabía donde buena parte de los asistentes iba a escuchar o aprender, o a montarla. Es conocido el caso de Unamuno quien, al acudir a una tertulia, mientras dejaba su boina en el perchero advertía: «¿De qué están hablando que me opongo». En Salamanca, el Novelty, en la Granada lorquiana el Rinconcillo, en la Segovia de Machado y Blas Zambrano, San Gregorio. La nómina como la tertulia es infinita. Casinos, ateneos, casas particulares convertían ese espacio, ese momento en una universidad sin créditos, ni titulo. Es cierto que la matrícula no era abierta. Existía la condición de invitado, pero también, por seguir con el orden universitario se admitían, a veces los los «alumnos libres». Tertulias tuvo Borges en el Buenos Aires de los años 20 y 30 que parecía «la capital de un imperio que no existe» (Malraux), los sábados en la confitería de La Perla y no se perdía ninguna sesión en el Café Kéller cuando su admirado Macedonio Fernández, junto con el visionario pintor Xul Solar, presentaban un número de su Revista Oral, en el lenguaje «neocriollo» (gíglico) que había inventado Solar.

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En torno a Jean-Paul Sartre (a la derecha de la imagen), se reunía en el Cafe de Flore de París toda clase de intelectuales

Tertulias las del Harry’s Bar (Hemingway) en París o en Roma, o las del Café de Inglaterra también en Roma, cercano a la Piazza di Spagna; o las de la maravillosa Dorothy Parker con la Mesa Redonda del neoyorquino hotel Algonquin. Ésta comenzó en junio de 1919 (la edad de oro de las tertulias públicas): «cuando treinta y cinco amigos y otras personas acudieron a un almuerzo que celebraba el regreso de Alexander Woollcott de la Fuerza Expedicionaria Estadounidense en París». (Stuart Y. Silverstein). Después la nómina se redujo, eran unos pocos, jóvenes, entre veinticinco y treinta y cinco años, se ayudaba unos a otros y disponían del instrumento más determinante para un tertuliano: el ingenio, sin filtros. Como ha contado Silverstein, «cuando Noel Coward se encontró al mismo grupo en tres ocasiones en tres sitios diferentes el mismo día, pregunto: ¡Joder!, ¿es que nunca ven a nadie más?».

Las tertulias, las de entonces, tenían algo de Tertulia S.A. Eran de grupos literarios, de revistas, de periódicos, generacionales, de editoriales o de amigos surgidos de las más diversas y pintorescas ocupaciones. Años después, la tertulia del Café Gijón o del Comercial en Madrid trataron, en los años oscuros, de mantener el estandarte. Por ejemplo, en el Madrid que recuperó las libertades, la tertulia de Agustín García Calvo en el Arranz fue algo extraordinaria para quien esto escribe y la creación de la tertulia de ABC Cultural-Ámbito Cultural en Lhardy trató en el comienzo del presente siglo de alentar ese espacio público de libertad y creatividad.

Sin guion previo

Es curioso porque en los días anteriores al confinamiento el auge de las tertulias particulares, no públicas, había aumentado de manera considerable. Cualquiera que se tuviera en una mínima autoestima frecuentaba una tertulia o dos: política, histórica, literaria, cinematográfica, artística, musical, taurina, deportiva. Las políticas, en el ámbito particular habían decaído, por razones obvias, frente a las literarias o cinematográficas, o deportivas, y, a diferencia de las clásicas, sus integrantes llegaban desde profesiones muy distantes a la literatura y el cine, pero manifestaban un interés, una curiosidad y un deseo de abordar ámbitos humanísticos que dan una clave de los tiempos presentes. La tertulia ha vuelto, pero la que no tiene un guion previo, ni unos protagonistas previsibles, ni unos discursos preestablecidos a la mera discusión o polémica. Ha vuelto, cabe insistir en ello, en los ámbitos particulares. Por algo será. Y no estaría de más que alguno tomara buena nota.