Pereza de ideas

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Los discursos radicales esconden una gran pereza en la elaboración de ideas y soluciones a los problemas de política pública y toma de decisiones políticas. Ante un tema dado se apela a unos principios y valores predeterminados para ofrecer una postura inflexible. El esfuerzo del líder político se centra en incendiar las emociones a partir de estos principios y valores, de modo que le garantice el respaldo y reconocimiento de sus seguidores y, a partir de ahí, ganarse un espacio en la arena política.

El esfuerzo entonces no se dirige a la fabricación y renovación de ideas sino a desarrollar discursos, situaciones y puestas en escenas que enciendan las emociones de los seguidores. La viabilidad y las consecuencias de las políticas públicas y decisiones que proponen no importa. Lo que importa es que la actuación del líder lleve a un convencimiento ciego que apabulle cualquier intento racional de debate o de conciliación con los contradictores.

Un ejemplo delirante de hasta dónde pueden llegar los políticos con la manipulación de emociones lo ofrece cada tanto Donald Trump. Hasta puso a muchos estadounidenses a tomar desinfectante. En España Íñigo Errejón, un senador a la izquierda de Chávez, propuso que el Estado nacionalizara las plantas de Nissan en Cataluña, que van a cerrar por la crisis del coronavirus y los altos costos operativos en España. Errejón cree que las condiciones culturales, jurídicas y financieras en España están dadas para que las administraciones públicas tomen la operación de las fábricas. Para garantizar el mercado Errejón propuso que la producción se reorientara a una producción verde de furgonetas eléctricas. El chiste se cuenta solo: nacionalizar una multinacional que ya cerró. A lo sumo podrá expropiar algunas bodegas y plantas de producción.

El discurso radical no solo hace parte de los extremos ideológicos. Hay también radicales en el centro y en todo tipo de plataformas políticas. En el ‘extremo’ centro hay quienes defienden posiciones moderadas a pesar de su inconveniencia e impracticabilidad por el solo hecho de que la moderación es un valor importante de por sí, por encima de su coherencia con la situación. Eso, convenientemente, es un motivo para fortalecer el liderazgo de un político. Muchos dentro del Fajardismo y los Verdes han recurrido a este juego.

También se puede encontrar el uso del discurso extremista en otro tipo de competencia, por fuera de la arena política. Son evidentes los casos en las universidades públicas de explotación del discurso marxista para promocionar la carrera profesional y acaparar cargos directivos en las facultades y rectorías. Se trata del más burdo y clásico corporativismo.
Conocí el caso de un colega que fue repudiado como fascista por cuestionar la otorgación de reconocimientos del decano de una facultad. Cualquier tipo de debate o discusión se zanja con el pretexto emocional: quien cuestiona los méritos de una administración o la naturaleza de los logros académicos es acallado mediante una trama emocional que implica la refutación de sus argumentos de entrada, porque representan principios proscritos. Muchos profesores, decanos y rectores mediocres sacan provecho personal tras esa fachada de virtud ideológica.

La política, sin duda, se hace con el juego de las emociones. Pero se supone que, como en la magia, todo pierde gracia si el truco es demasiado evidente.

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