La internacional bicicletista y las potencias humanas

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Para Javier Scicilia.

 

Iván Ílich escribe en Energía y Equidad: “Creer en la posibilidad de altos niveles de energía limpia como solución a todos los males, representa un error de juicio político […] no es posible alcanzar un estado social basado en la noción de equidad y simultáneamente aumentar la energía mecánica disponible, a no ser bajo la condición de que el consumo de energía por cabeza se mantenga dentro de límites. En otras palabras: sin electrificación no puede haber socialismo, pero inevitablemente esta electrificación se transforma en justificación para la demagogia cuando los vatios per capita exceden cierta cifra. El socialismo exige, para la realización de sus ideales, un cierto nivel en el uso de la energía: no puede venir a pie, ni puede venir en coche, sino solamente a velocidad de bicicleta”.

Si una internacional nueva surgiese, su símbolo debería ser una rueda de bicicleta, que representa el trabajo y el ingenio técnico, pero también una limitación autoimpuesta. Podríamos en un futuro, quizá, ir diariamente a velocidades “supersónicas”. Podríamos, pero por un tiempo muy corto. Muy pocos de nosotros. Y a un precio muy alto: la deuda con la naturaleza y con los propios congéneres. Ninguna ciudad puede salvarse con programas del tipo “hoy no circula”, ni con segundos y triples pisos. Pero tampoco puede ir a pie. Debe ir en bicicleta. Eso significa modificar las calles, los semáforos, las vías peatonales y, sobre todo, el concepto que se tiene de movilidad. La ciudad crece y expulsa a sus pobres a la periferia, quienes así son obligados a pagar por mover sus cuerpos en la gran ciudad. Para ello se produce el transporte público. Este transporte, mantenido en condiciones infames en México, debe conducir grandes distancias en aun peores condiciones de la ciudad. El chofer debe aguantar la violencia citadina, las malas condiciones de trabajo y el mal pago respondiendo usualmente con más violencia. Todo anda (aunque mal) porque existe gasolina, que puede mover metal y a sardinas de trabajadores y trabajadores diariamente por la ciudad, dejando una huella de carbono, violencia y desesperación. El paisaje urbano es apropiado por las avenidas y el poder lo detentan los motores. A pie no se puede ir. Primero, por las distancias. Segundo, porque las ciudades han ido destruyendo las estructuras caminables y vivibles por los cuerpos humanos para dar espacio a las máquinas. 

La bicicleta se ha convertido en un símbolo de resistencia en las ciudades porque reclama expropiar el espacio público a los automotores. Peatonalizar significa volver a las proporciones humanas. La máquina fue nuestro dios y Marinetti su profeta al celebrar el ruido y la grandeza de las energías terrestres explotadas por los humanos en el aquelarre guerrero de la autodestrucción. La bicicleta, sin embargo, es también un instrumento técnico, que no disimula la invención humana y que, por ello, no encandila con el aceite de serpiente de un retorno a la naturaleza. No hay naturaleza a la cual retornar porque nunca ha habido algo así. La naturaleza no es una casa, ni un tesoro de sabiduría: es un juego de fuerzas y de especies que a veces pelean y a veces cooperan, a veces florecen magníficamente y a veces se extinguen en brutales cataclismos. La bicicleta es plenamente humana y técnica, una invención ingeniosa que requiere del hierro y la máquina. Las bicicletas no son trabajo del alfarero, que modela la tierra que pisa, ni del agricultor, que abraza los frutos de la tierra. La bicicleta es abiertamente técnica, pero en correspondencia con el cuerpo humano y sus proporciones, al tiempo que amable con el entorno que la acoge. La ciudad se habita con cuerpos que gozan con los sentidos, que retienen el paisaje en la memoria inmediata y lejana, que respiran los aromas del aire.  

El cuerpo da el tamaño del paso humano, el ritmo del caminar, la medida de lo lejano y lo cercano. No es que todo deba ser así, que el cuerpo se transforme de nuevo en el “metro” del mundo. Pero sí en la ciudad, que se habita corporalmente. La ciudad misma no es algo natural, pero cuando rebasa cierto umbral de velocidad y de proporciones, colapsa naturalmente. La belleza, si quisiéramos decirlo así, es esa medida que articula ciertas exigencias naturales y los dramas humanos en un paisaje, personales y colectivos. Pues la ciudad es tanto mis parajes queridos como el espacio de manifestación popular. Es el sitio del intercambio social. Es la plaza del encuentro y el desencuentro de amores y ensambles musicales improvisados. La fealdad citadina es el índice de la constante expulsión de sus habitantes de todos los lugares donde ellos pueden ejercer sus modos de vida y sus potencias.

Recientemente tuve la oportunidad de escuchar de nuevo a Javier Sicilia, quien hace ya una década, con el corazón en la mano por la pérdida de un hijo, hizo su llamado a una nueva paz, con justicia y dignidad. Se reconocían el eco de la Selva Lacandona y las palabras de Ilich, mientras recorría el país de sur a norte en una gran caravana. Muchos nos unimos al reclamo, inclusive a la distancia, con declarada impotencia. Hace poco lo volví a escuchar, con su peculiar desesperanza esperanzada, sostenida casi teológicamente, pero sin ninguna referencia salvífica particular. Lo más significativo me pareció su detención en la idea de lo moderno y la necedad de las izquierdas por elaborar sus programas pisoteando poblaciones y modos de vida. Se trata, claro está, de pisotear espacios y tiempos, es decir, territorios y temporalidades, para forzarlos a entrar en el tren del progreso, aparato que de La Bestia al Tren Maya no disimula su brutal rugido. Su idea es de gran fuerza: dar oportunidad y cauce a las fuerzas y potencias que moran en la gente.

Pero claro, no se sale de la ciudad violenta y mecanizada para regresar a las cavernas o para vivir en los árboles. ¿Qué significa entonces una internacionalista de bicicletas? Es un símbolo, de la (variable) medida humana en relación con su entorno (también variable, pero determinable en ciertos rangos). Sicilia recordó en su conversación un texto de Jean Robert: La potencia de los pobres. La bicicleta ha sido un símbolo de la pobreza. Decimos en México de forma despectiva: es un pueblo bicicletro. Con ello implicamos que el progreso no ha llegado todavía. La bicicleta no tiene potencia, comparada con el autobús. La pobreza es siempre sinónimo de impotencia. Sin aspavientos, Ilich mostró solamente la paradoja de toda tecnología con el ejemplo del transporte: en una ciudad la velocidad promedio de un auto, debido al tráfico, es menor que la de la bicicleta. Los automotores no solamente acarrean problemas de contaminación, sino que no pueden cumplir la misión que se les encomendó de eficiencia y rapidez. El auto es impotente en el tráfico. La bicicleta vence al automóvil en su propio terreno. La moraleja es clara: la tecnología que tanto aplaude el discurso del “progreso” no solamente tiene “efectos secundarios”, sino que no puede cumplir su propia promesa. Podríamos llamar “dialéctica del progreso tecnológico” ese efecto paradójico por el cual la tecnología empeora las condiciones en las que y para las que fue introducida, si rebasa cierto umbral.

El texto de Robert no habla de bicicletas, sino de potencia, de la potencia de los pobres. Los pobres son los que no han entrado todavía al progreso. Muy diferentes de los miserables, que son el resultado directo de éste. Los miserables son los condenados de la tierra, los despojados de las ciudades, los desplazados, los perseguidos, los migrantes. La pobreza es solamente el nombre de la frugalidad. Es la vida de bicicleta, que conoce las carencias, pero no la desesperación de una privación impuesta. El texto implica la idea de satisfacción, pero la distingue del conformismo. Por el contrario, toda agrupación humana tiene una potencia afirmativa, nada conformista, para hacerse una vida, para enfrentarse a la adversidad, y para producir los medios técnicos de su producción y reproducción de manera creativa. Su figura sería quizá el talachero, ese que realiza un esforzado trabajo manual, pero que resuelve lo que se presenta con lo que se tiene.   

Robert sustenta toda su visión en Spinoza, el filósofo de la potencia por excelencia. Recordemos un par de elementos, de manera muy simple, del pensar del filósofo. La potencia es para Spinoza un poder para existir, un esfuerzo por permanecer en el ser, que llama conatus. El existir es un actuar, de modo que la potencia es esa capacidad de acto, lo que significa, a su vez, la realización efectiva de la propia existencia: es afirmación pura. Ahora, la potencia es también capacidad de actuar y afectar a otros. En los humanos el conatus incluye el deseo (apetito con consciencia), la alegría y la tristeza. La jovialidad es aquella alegría que se refiere tanto al cuerpo, como al alma y que aumenta la potencia del existir. Podemos decir, de manera muy comprimida, que todo lo existente se esfuerza por mantenerse en la existencia a partir de relaciones consigo mismo y con lo(s) otro(s). Es así que Robert nos presenta la miseria como aquella parte de la humanidad que ha sido privada de sus fuerzas elementales hasta el punto de la impotencia.  

La opresión no tendría otro fin que inhibir la potencia de la gente. La potencia es siempre una afirmación de sí, y sigue el modelo de la “causa sui”. Es decir, la potencia es capacidad de autodeterminación. La potencia no puede ser dominadora. ¿Por qué? Porque la potencia se incrementa en la asociación. Dice Robert recordando a Deleuze que “cuando las relaciones correspondientes a dos cuerpos se componen, los dos cuerpos forman un conjunto de potencia superior”. Independientemente de la asociación, lo “superior” no debe entenderse en sentido cuantitativo, como si los vectores de las fuerzas individuales nos dieran el resultado de una mera suma (de magnitudes y distancias). Aquí hay que introducir la posibilidad del salto cualitativo en el seno de procesos continuos y cuantitativos, tal como sucede en ciertos sistemas dinámicos que se comportan de cierto modo hasta alcanzar cierto umbral, donde efectúan un salto. El agua que ponemos a calentar sube su temperatura gradualmente, hasta que llega al punto límite donde irrumpe la ebullición. La potencia no es solamente un incremento de intensidad, sino, alcanzado un punto crítico singular, el tránsito a otro modo de funcionamiento del sistema. Aquí vale la pena recordar a otro pensador de la potencia: Schelling. Él piensa la potencia en el sentido matemático del término, como xy.

En una ecuación (en un polinomio) el grado se determina por el máximo exponente. El polinomio f(x) = 3x + 2 es de grado uno; el polinomio 3x² + 2x, de grado dos; el polinomio 2x3+ 3x + 2, de grado tres. Ahora, el número de soluciones de una ecuación depende de su exponente. Eso quiere decir que mayores potencias tienen más soluciones, lo que agrega complejidad al espacio de soluciones. Adicionalmente, sabemos que, de todas las soluciones de los polinomios, algunas no pertenecen al “espacio usual” (los números reales). Si se considera la expresión x2+1=0, resulta que x=√-1. Pero no tenemos ningún número real que, multiplicado por sí mismo, nos dé el valor -1. Es así que debemos expandir el espacio “base” donde podemos desplegar nuestros espacios de soluciones. Éste es el plano complejo, que incluye los números imaginarios (donde sí existe la solución para √-1). No vale la pena detenerse aquí en precisiones. Solamente digamos que la potencia: a) permite pasar de la cantidad a la cualidad cuando se alcanza cierto umbral; b) puede entenderse no como mero aumento, sino como una potenciación, que cambia los resultados posibles de la función (su espacio de soluciones); c) exige extender el espacio donde inscribimos nuestras soluciones (como cuando extendemos nuestra “realidad” del conjunto de los números reales, a los complejos, que incluyen los imaginarios).

Inhibir la potencia social significa entonces no solamente conducirla a una impotencia que la vuelva dependiente (se cambia trabajo por un poco de poder, como poder-sobrevivir, poder-comprar algo), sino también asegurar un dominio del mundo (un conjunto de soluciones usuales) y un terreno donde debe desenvolverse la totalidad de la vida (un espacio más simple o, simplemente, uno que quienes mandan conozcan y puedan gobernar). La potencia es poder-para, poder de existir, pero de existir modificando la propia existencia y sus condiciones.

No es por tanto sorpresivo que la dominación inhiba la autonomía y separe a los individuos. Se trata de un control de las fronteras para dominar la circulación del poder. Spinoza reconoce también el papel de los afectos en la potencia. La alegría aumenta la potencia, mientras que la tristeza la decrementa. Es por eso que también el miedo, la desesperanza y la angustia son afectos que, al encontrar asidero en las mentes y cuerpos de la gente, la privan de sus fuerzas. Debe entenderse esto con toda claridad: las pasiones no son mentales o corporales, sino psicofísicas. Es así que la potencia no puede ser incrementada sin ese esfuerzo mental y corporal por sostenerse en la alegría y, al contrario, la alegría es aquello que alimenta positivamente la potencia. Ahora, la potencia no es algo que se tenga sin más, sino algo que se cultiva. La potencia intelectual es el resultado del trabajo, el esfuerzo y la disciplina. Donde un individuo y un grupo social carecen de esfuerzo y disciplina, la fuerza y el disciplinamiento social son más fáciles de imponer, pues no encuentran resistencia, ni competencia. Pero la potencia física también es el resultado del ejercicio y la disciplina, la alimentación y la serenidad. El servilismo consiste en ponerse a disposición para ser usado, sin ofrecer ninguna resistencia, ni intelectual, ni física. Consiste en dejarse llevar por el miedo, pero también por la pereza. El cansancio físico e intelectual, el fastidio y el aburrimiento son imprescindibles para desear el entretenimiento. Cuando la vida propia es tediosa y dolorosa, compramos alegremente distracciones que nos devuelvan la sombra de una potencia. La resistencia no es un acto de ciega protesta, un mero estorbar las fuerzas de dominación, un refugiarse en los caprichos de la existencia propia. La resistencia es solamente el efecto de una potencia que marca un camino singular de vida de cada individuo y cada grupo. Digamos de paso que, si es verdad que la asociación produce nuevas potencias, ninguna asociación funciona si suprime la potencia individual. Digamos que aquí los conceptos de Isaiah Berlin sobre libertad negativa (ser libre respecto a algo: respecto al Estado, respecto a la sociedad y sus coacciones) y libertad positiva (ser libre para algo: para poseer, para hacer, para hablar en público, para asociarse, para protestar) obtienen así una dimensión novedosa. La libertad respecto a la comunidad es la precondición para que el pacto redunde en la potencia recíproca; al mismo tiempo, la comunidad es siempre el prius y el resultado de toda asociación individual.   

En el autobús nadie usa sus propias fuerzas, sino que es movido por la máquina. El cuerpo, los sentidos, la atención, todo es disminuido en el embotellamiento. Vivir en la ciudad nos sume en el sopor de la impotencia y la tristeza, del cansancio y la dispersión. Y mientras más nos disciplina, menos disciplinados somos nosotros. Mientras más nos observa, menos observamos nosotros. Spinoza reconoce sin ambages, como la Boétie (En Sobre la servidumbre voluntaria: “[…] los tiranos a quienes se les sirve y se adula cuantos más tributos exigen, más poblaciones saquean y más fortunas arruinan, así se fortifican y se vuelven más fuertes y frescos para aniquilarlo y destruirlo todo; cuando, con sólo no obedecerles y dejando de lisonjearles, sin pelear y sin el menor esfuerzo, quedarían desnudos y derrotados, reducidos otra vez a la nada de que salieron.”), que la servidumbre siempre opera con cierto consentimiento. Spinoza caracteriza la servidumbre voluntaria como ese proceder en el cual, creyendo luchar por la salvación, se combate en favor de la servidumbre propia. No se trata, claro de “falsa conciencia” o de mero engaño. La servidumbre es siempre psicofísica: material e intelectual: asunto de hambre e ideología a la vez, de control de las potencias físicas y las potencias imaginativas. ¿Cómo resistir físicamente una protesta cuando se arrastran obesidad, hipertensión y depresión, todas ellas derivadas de nuestro modo de vida técnico-económico? ¿Cómo militar de manera inquebrantable si la depresión a la que somos arrastrados mina toda certeza en nosotros? ¿Cómo correr con el cuerpo lleno de fármacos y sus tóxicos efectos secundarios? Ánimos, cuerpo e ideas trabajan aquí en conjunto. Si un cuerpo jovial todo trabajo, incluido el intelectual, es un suplicio. La tristeza vuelve pesadas las ideas y la enfermedad merma la agudeza intelectual. Cuando tenemos acceso a las cosas podemos usarlas, jugar y experimentar con ellas. Cuando tenemos acceso a nuestro cuerpo, podemos entrenarlo. Cuando tenemos acceso a nuestra imaginación podemos variar idealmente las situaciones, juntar elementos o despedazar totalidades y ponemos en juego nuestras potencias creativas. Pero la imaginación puede ser adormecida por el entretenimiento o puesta a trabajar para la servidumbre (como en la publicidad, que, en efecto, se ha vuelto sorprendentemente creativa). El cuerpo puede ser agotado, hasta enfermarlo y encadenarlo a fármacos y hospitales. El ánimo puede ser mermado hasta la depresión, volviéndolo dependiente de más fármacos y de médicos. Quien no intente recuperar la serenidad, las fuerzas corporales y su inteligencia motu proprio y en colaboración con los otros, sino que se delega el esfuerzo solamente a instituciones y “expertos”, ha empeñado ya su subjetividad. El “soberano” del que habla Hobbes no es sino aquel “sujeto” que inventamos cuando todos renunciamos a nuestra subjetividad. Cuando no queremos/podemos/sabemos ser sujeto, renunciamos y pedimos que exista “al menos uno”, pero que sea “realmente sujeto”, que tenga “realmente potestad”. Finalmente, nuestras patologías mentales no solamente son el resultado de nuestra penosa “inserción” en la vida social contemporánea, sino modo de ser que pueden ajustarse bien a nuestros modos de producción. La manía le cuadra bien a la hiperproducción y la depresión a la dependencia e impotencia. Tan es así que las drogas sociales de nuestro tiempo son los estimulantes, para rendir, y los depresores, para poder dormir o para relajarnos. Trabajo y diversión, explotación y goce.    

Volviendo a la ciudad, decimos que esta es bella cuando alimenta nuestras potencias de existir y nuestro gozo por la vida. Robert remata con una extraordinaria idea: “para que una potencialidad pueda realizarse, hace falta un ser de potencia más que un hombre de poder”. He aquí el meollo del asunto. No se trata de “tomar el poder”, sino de hacerlo circular de otro modo a nivel macro y micro, internacional, como individual, estelar y celular. No basta entonces participar en el poder político institucional (¡pero hay que hacerlo también!), sino en abrir el abanico de fuerzas y potencias individuales y comunes. Eso no quiere decir que habrá riqueza económica, ni tampoco que llegará el fin de las controversias, sino tan sólo una circulación más justa de las potencias. La desigualdad de ingreso es desigualdad de poder solamente porque el salario se transforma en un modo de control de la potencia, es decir de la vida humana, incluida su fuerza física, su imaginación, su inteligencia, su inventiva. La dominación, lo sabemos, no es solamente económica. El “patriarcado” es la inhibición de la potencia de lo femenino, pero también la restricción del poder de las mujeres concretas. Suprimir sus efectos, no dejarlos aflorar, conducirlos, dirigirlos, ponerlos a producir en otra parcela, en eso consiste la violencia de género.

Si hemos dicho que las potencias se cultivan y que éstas operan a nivel de las ideas, la imaginación, los afectos, los otros y los cuerpos (el mío, vivo, el de los otros, y las cosas) por igual, queda claro que el poder es un asunto de control de accesos. La propiedad privada es un control del acceso a las cosas, una restricción asimétrica que asegura que algunos puedan jugar, experimentar, ejercer sus fuerzas sobre ellas, mientras otros, privados de ellas, deben jugar exclusivamente los juegos de otros. En el límite, lo sabemos, el juego no es de nadie y, en el actual escenario, todos perdemos a largo plazo. Pero en plazos inmediatos, los menos tienen asegurada su posición privilegiada que asegura, a su vez, su ganancia cada ciclo que va de la inversión a la ganancia en una espiral ascendente. Controlar la materia y los cuerpos es ya un modo de controlar la potencia de otros, de ponerla a trabajar para los pocos. Si hay plusvalor, éste es siempre de potencia. No en balde se habla en El Capital de un valor que se valoriza, potencia que se potencia como tránsito del dinero en capital.

Robert tiene gran razón, y lo hemos seguido de la mano de Spinoza, extendiendo su argumento con las ideas schellinguianas sobre la potencia y la naturaleza como instancia digna y autónoma. Spinoza cifra la potencia en los individuos y de una manera en la cual ellos solamente insisten en su esencia ya preestablecida. Schelling libera la potencia del ser-dado y de la necesidad. Al comprenderla como una potenciación del espacio donde de habita y de la complejidad de su “topología”, expande radicalmente lo que podemos entender por potencia. Pero hay una idea central en la idea de potencia que debemos establecer. La potencia no le pertenece al individuo. Toda la fuerza de su existencia está trabada con otras existencias fuera de él o ella. Adicionalmente, la potencialidad, es decir, aquella virtualidad que puede devenir actualidad, no es tampoco una propiedad o “posibilidad” interna o intrínseca. La potencialidad, si la comprendemos en su sentido más “físico”, proviene de un diferencial. En un campo de fuerzas, una partícula posee una fuerza potencial gracias a su posición. Esto nos puede dar una imagen de la influencia del campo o del espacio, por ejemplo, social, en el espacio de posibilidades de un individuo. Pero para hablar en términos más estrictos, diremos que la potencialidad en términos sociales solamente existe por un diferencial entre los miembros involucrados. El psicólogo ruso Lev Vygotsky desarrolló en sus investigaciones el concepto de “zona de desarrollo próximo”. Según ésta, un niño o niña tiene la capacidad o potencia para realizar ciertas cosas (con su cuerpo, pero también operaciones mentales, básicas y superiores, como el pensamiento y el lenguaje). Ahora, el niño o la niña, siempre es capaz de desarrollar nuevas capacidades. Ello no está siempre prescrito por la naturaleza, sino por su encuentro con alguien que posee otras capacidades. A partir de este diferencial de capacidades, que puede ser cuantitativo o cualitativo (o ambos a la vez), la existencia individual gana un campo de desarrollo posible, una zona de desarrollo próximo, que es sostenida por lo que el otro ofrece diferencialmente. Digamos que las potencias individuales generan, en su encuentro, un espacio, un entre-dos, que es una potencialidad o virtualidad a partir de la cual ambos miembros pueden desarrollarse (o desarrollar sus potencias, cuantitativa y cualitativamente) y actualizarse. En términos muy sencillos: todo cambio está posibilitado por la virtualidad que los otros generan constantemente en cada individuo. Un individuo es siempre capacitado por esta relación con el otro, que no solamente le prescribe cosas o le revuelve su imagen, sino que le otorga un espacio de potenciación, diferenciación y cambio.

 

La bicicleta, entonces, ¿no nos depotencia?, ¿no nos conduce a una situación de nueva e impuesta impotencia? Recordemos la idea de Ilich: el coche se revierte contra sí mismo. Cuando abundan los coches, éstos se vuelven más lentos que las bicicletas. La bicicleta, en cambio, mantiene viva la potencia de movimiento de forma realista. La bicicleta potencia los cuerpos al estimular el vigor, la respiración y los músculos. No atrofia, como el transporte público. Al mismo tiempo, al no contaminar, no inhibe la potencia de otros: no envenena los pulmones de otros humanos, pero tampoco el de otros seres, como tampoco sus entornos. La bicicleta potencia también la atención, el equilibrio. Entiéndase, no se trata de un comercial para las bicicletas, habría quienes incluso no puedan, or razones de salud usarlas (yo, quizá, no más). Seguirá habiendo automotores y máquinas. Lo central es decidir hasta dónde. La bicicleta es símbolo de resistencia porque significa un modo de rehacer la vida completa de una ciudad: restituir las potencias naturales vegetales que las vías destruyen, restituir la vitalidad de los cuerpos que pueden circular a velocidades y distancias proporcionadas, restituir la vitalidad del espacio público, no solamente invadido, sino destruido por las máquinas. La internacional bicicletista no consideraría la potencia como crecimiento, ni incremento, en el sentido de desarrollo económico o voluntad de poder, sino como el desarrollo de potencias de ciertos modos de vida individuales y colectivos que redundan en la potencia de todos, es decir, en su jovialidad.