Historia de la búsqueda desesperada de una mesa libre
Terrazas del futuro
by Bárbara BlascoSalimos del refugio nuclear buscando vida humana, tras dos meses de resistencia en la oscuridad, de mirar el cielo desde la ventana, de suspirar por el deslunado
El objetivo: alcanzar un puesto en una terraza del nuevo mundo, donde el recuerdo de la vida pasada crecía como un moho prometedor.
Vivimos en ruzafa, el barrio donde antiguamente se concentraba la mayor actividad de ocio de la ciudad, donde los humanos, al salir del trabajo, jugaban a concentrarse para paradójicamente desintegrarse, a dejar de ser ellos para fundirse en otros, en torno a unas bebidas y unas cositas de picar al centro. Una actividad extraña pero típicamente humana. Y luego la discoteca, el ritual del apareamiento, el culmen de la desintegración atómica, ayudados de música, brebajes y sustancias para soltar la conciencia y la pelvis.
La calle parecía la misma pero era mucho más larga, y también más plana, el cielo se había descolgado unos centímetros y estaba más cerca ahora, los pájaros también, o tal vez eran más grandes -habíamos extraviado todas las escalas-, lo que es seguro es que eran más numerosos, y sus trinos sonaban amplificados.
Una presbicia gigantesca parecía empañar el mundo. Crecía una lentitud borrosa en el ambiente. Algún coche pasaba, como una nave en reconocimiento espacial.
Calma. Desasosegante calma.
El Pascualín estaba cerrado, Los Picos también. Avanzamos hacia Sueca, el Masusa lleno, al fondo, el 33 lleno. Todas las terrazas de Literato Azorín llenas, hasta la de Granier, donde jamás tomaríamos nada a las ocho de la tarde.
La gente sentada fingía con precisión una antigua naturalidad, en la vieja posición de descanso y disfrute.
Nos miramos, enmascarados. Ninguno de los dos quería admitir que tal vez ya era tarde para nosotros. Avanzábamos, cogidos de la mano, agarrados a un cabo suelto en el vacío.
La Pizarra, lleno, Vidrio vacío, cerrado, Cuatro Monos, cerrado. La ansiedad por encontrar un puesto libre, una silla vacía en alguna terraza empezaba a quemarnos las plantas de los pies.
Los sentados junto a los que pasábamos simulaban no vernos, sorbían su cerveza, su cóctel con indolencia, con una lentitud de matrix físicamente sospechosa, como si nada hubiera reventado y ellos no se hubieran salvado. Ni una sola mirada de lástima o compasión. Ni siquiera de cruel regocijo.
Algunos se aferraban con frivolidad a una repisa de ventana reconvertida en mesa, sin denotar el pánico por casi haber quedado fuera.
Caminamos, con valiente resignación, arrastrando nuestra invisible tragedia de sedientos, sabiendo el objetivo cada vez más difícil. Hacia doctor Sumsi, miramos con añoranza el letrero del Saxo, finalmente vencido por el tiempo. Nos quedaba poco oxígeno, el calor apretaba, aunque peináramos todo el barrio, no lo conseguiríamos.
El sueño de la cerveza parecía cada vez más utópico cuando divisamos en el bar de la esquina, al fondo de la calle, algo que parecía una mesa postpandemia, una pequeña caja improvisada con dos silloncitos retro algo inestables, cerca de la puerta. Corre, Kike, corre, con tus piernas largas, tu cuerpo atlético diseñado para la supervivencia, corre, amor mío.
Un grupo de tres rondaba la presa. Ja, tríos a nosotros, nuestra dualidad, tal vez aburrida por heteronormativa, es poderosa, es invencible, corre, amor, corre. Y mi hombre conquistó la última mesa para dos del último bar del fin del mundo, situado en Ruzafa. Nos acomodamos en los silloncitos con un suspiro de alivio y victoria. Siempre hay alivio en la victoria, como siempre hay obligación en eso de ser héroe.
Desde esta perspectiva, el árbol me miraba con ojos nuevos. Qué pronto se evapora el sufrimiento en el recuerdo, pensé, mientras la brisa antigua, soplada por una boca desconocida, me acariciaba la cara. Todo iba a ir bien.
Hasta que salió el dueño del bar, italiano:
-Lo siento, la mesa está reservatta para el aperitivo- dijo, cantando, como si los italianos, como los pájaros, estuvieran más cerca del cielo, como si tanto él como los pájaros desconocieran que la belleza y la crueldad también andan sospechosamente cerca la una de la otra.
-Si queréis, para otro día, os doy una targuetta y reserváis.
-¿Para tomar una cerveza? -pregunté, desconcertada.
-Sí -asintió, indiferente a nuestra suerte.
Guardé la tarjeta y reemprendimos la marcha, extenuados, las piernas oxidadas. El golpe en el ánimo duele más que en cualquier otra parte del cuerpo. Acaricié la tarjeta en el bolsillo, una reliquia del pasado. Acaricié el cartón, cartón orgánico.
-No lo vamos a conseguir -dije por primera vez.
Decidimos atravesar el río de Peris y Valero, y adentrarnos en Monteolivete, como última opción.
Eran las nueve y el grupo cacerolo empezaba a golpear el silencio en la avenida, reclamando sangre. Todo era hostil, la mediana ridícula, el horizonte al fondo, turbio.
Al otro lado del río, calles aún más desoladas, chernobilícas. El barrio humilde de antaño donde pensábamos que se guardaba la esperanza de la humanidad, el motor que hacía girar el mundo, era ahora un planeta sin vida.
Apenas nos cruzamos con nadie.
Y de pronto la vi, al girar la segunda calle a la izquierda apareció, como un espejismo rizado y tembloroso, con la textura de las visiones trascendentales: una mesa de terraza, de plástico, blanca, rodeada de cuatro sillas blancas, libres como gaviotas, libres como ratones de campo, libres como sobres sin sello. Y con sombrilla.
-Eso de ahí no es… -susurré.
-Sí -dijo Kike.
Apretamos el paso, con ansiedad gratuita. No había nadie más en la calle.
-¿Nos podemos sentar?
-Por supuesto -dijo la chica con voz azul de ultramar. La misma voz que trajo del nuevo mundo el cacao y el tomate, la patata y la alegría.
Solo tenían Amstel y Heineken. Aun así, nos desembarazamos de las mascarillas, y nos bebimos nuestras Amstel como si fuera agua de manantial. Comimos una empanada de carne.
Poco a poco el cielo se estiró ante nuestros ojos, la memoria se recompuso, y todo lo vivido se nos antojó una pesadilla futurista de la que nos reímos, pero sin abrir demasiado la boca.