Kiribati y el otro fin del mundo
by Felip BensHablemos del atolón de Tarawa, el islote más habitado del archipiélago de Kiribati, por ejemplo. Hablemos de como recuerda, desde el cielo, la tímida lengua de tierra que separa nuestra Albufera del mar o algún cayo de Florida. Se trata de un hilo de coral en forma de anzuelo, con cocoteros y palmeras, en medio del Pacífico, de un rincón perdido en el océano donde viven 60.000 personas, la mitad de toda la población kiribatiana. En otro tiempo Tarawa fue la típica isla paradisiaca de aguas cristalinas, aunque nunca explotó sus atractivos turísticos como otros enclaves similares. Hoy está castigada por las mareas altas y la subida del mar que ya invade periódicamente muchos hogares. Las familias defienden sus escasas propiedades alzando rudimentarios muros en una lucha ímproba contra el océano.
Los aficionados a los exotismos olímpicos saben que Kiribati es un estado soberano, desde 1979, tras conseguir su independencia del Reino Unido. Y que ha participado en los cuatro últimos juegos. El país, además de Tarawa, está formado por otros 32 atolones y la isla volcánica de Banaba, con toda su población original realojada a mil millas de allí para que las potencias coloniales extrajeran todo el fosfato hasta esquilmarla por completo. Este puzzle de ínsulas abarca tres millones de quilómetros cuadrados, justo en medio del Pacífico. El país, sin embargo, se prepara para desaparecer. El gobierno ha comprado tierras en Fiyi para trasladar a sus ciudadanos cuando el mar hunda la nación bajo el agua, como una Atlántida, una de las primeras que están por llegar en las próximas décadas, algo a lo que están resignados la mayoría de sus habitantes.
Hay kiribatianos que quieren emigrar ya, rehacer las vidas de sus familias cuanto antes y evitar el drama de la progresiva inundación que ya ha comenzado; otros se resisten a marchar. Creen que fuera de aquella tierra se perderá su identidad. Rehacen los muros de coral que pretenden frenar la fuerza del océano una y otra vez, contra toda lógica científica: nada podrá detener el deshielo. Quizá una mastodóntica obra de ingeniería, quién sabe. Pero ¿quién abordaría una inversión de ese calibre para salvar el paraíso de un puñado de micronesios?
El lamento es general. Perder el atolón será una tragedia. Desde 1999 ya están sumergidos unos cuantos islotes, por el aumento del nivel del agua sumado a un cambio de corrientes. Desde entonces han habido escasas buenas noticias para el futuro del pueblo de Tarawa. Kiribati sólo es uno más de los gallardetes bermejos que anuncian, al viento, la próxima tragedia global, tras el coronavirus del que por cierto se ha librado el país, sin un solo caso.
El coronavirus (que ha generado un pánico exagerado, según el filósofo coreano Byung-Chul Han, profesor en Berlín) ha conseguido confinar a la Humanidad. ¿Qué podríamos hacer para conjurarla de nuevo, a pesar de la crisis económica, y frenar un cambio climático que traerá pobreza, desolación y muerte como jamás vió nuestro mundo?
Tenemos un problema, global y a un tiempo íntimo, con la inmediatez. Hablemos de Antoni, que lleva mascarilla hasta dentro del coche no por su solidaridad con sus congéneres, por ejemplo, sino por el pánico, siempre lícito, a la enfermedad, el dolor y la muerte, como todo el mundo. Ello no es óbice para que siga fumando dos paquetes y medio de Camel al día, como durante sus últimos 35 años. Los humanos entramos en barrena cuando una granizada repiquetea en las persianas de las ventanas del chalet, pero somos incapaces de sentir la amenaza real que representa que Tarawa, con un altura máxima de dos metros sobre el nivel del mar, lleva años planificando el éxodo masivo de sus ciudadanos.
La Covid-19 sigue muy presente. Ayer se alcanzaron las 335.000 víctimas en el planeta. Los valencianos seguimos en la fase 1 de la desescalada. La gripe asiática de 1957 provocó más de un millón de muertes en el mundo. La subida del nivel del mar por el cambio climático amenaza a 800 millones de personas que viven en las zonas costeras, por hablar sólo de una de las calamidades de las que llevan años advirtiéndonos. El bicho nos llevó a pensar en ese tema tan recurrente, el fin del mundo, y en esa palabra en boca de todos, distopía. ¿Para cuándo nos metemos a fondo con el otro fin del mundo?