Templos difíciles

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En noviembre de este año (perdón lo pronto, pero es para ver si se acaba ya) se van a cumplir 400 años de cuando los Estados Unidos nacieron en un barco, el Mayflower. Fue en él donde varios de los llamados ‘peregrinos’, enviados por el rey Jacobo a naufragar o a poblar el Nuevo Mundo, firmaron un acuerdo en el que se comprometieron a vivir en paz y en comunidad. Un pacto político, un contrato social.

Lo interesante es que ese acuerdo fue el resultado del infierno que había sido ese barco desde que empezó su travesía; y no solo por las tormentas y los temporales, sino porque en él se daba una réplica exacta de la situación en Inglaterra, donde el fanatismo religioso de los puritanos, entre otros cultos cristianos, había desatado una guerra feroz en la que parecía que no fuera a quedar piedra sobre piedra.

Y al final eso hicieron los peregrinos en ese barco en 1620 (y fue también lo que hicieron en Europa casi todos los países en 1648): firmar un tratado de paz y renunciar cada quien a su fanatismo religioso. O más que renunciar a él lo domesticaron: lo encerraron bajo llave en su casa, donde podía hacer lo que quisiera, mientras afuera se iba gestando por fin una sociedad civil en la que la fe de nadie justificaba matar a nadie.

Eso en teoría, claro, con todas las imperfecciones y excepciones del caso. Un largo y difícil proceso que aún no termina; porque nunca va a terminar. Ese es también el relato de lo que llamamos la ‘Modernidad’, así en mayúsculas: un mundo secular y racional, se supone, en el que el fanatismo religioso es asunto de cada quien –“allá usted...”– pero está proscrito de la vida en sociedad.

Hay en la Modernidad otras formas del fanatismo, sin duda, versiones sustitutas de la fe y la superstición; muchas de ellas, además, tan radicales como las de cualquier religión. Y hay también grandes contradicciones en muchos de los valores y conquistas del mundo moderno, señalarlas es una de las corrientes más fértiles de la filosofía y el arte: el romanticismo, digamos, el escepticismo frente a la adoración de la razón como una diosa.

Pero eso no es lo que me interesa discutir o plantear aquí; además es imposible hacerlo en una columna, ni que fuera Lopo Michelso. Lo que me parece fascinante es ese relato del surgimiento de la Modernidad como el resultado de varios fanatismos que se anulan entre sí: una sociedad agotada del enceguecimiento ideológico y el radicalismo y el delirio y la supresión moral del prójimo.

Es un relato quizás ingenuo e incompleto, lo es, pero que permite ahondar en el rasgo por excelencia de las sociedades que se van al abismo: el sectarismo, la ausencia total de discernimiento y comprensión. ¿Qué mueve a los sectarios? Pues eso: el espíritu de secta y de partido, la idea absurda y loca de que su visión del mundo es la única buena y verdadera, la única que hay. Los demás están siempre en el error, equivocados.

El sectario por lo general solo oye, ve y entiende lo que le conviene; solo cree en aquello que confirma sus obsesiones, no importa cuáles, siempre y cuando sean las suyas. O como dijo George Orwell en un ensayo conmovedor sobre la guerra civil española, en la que casi lo matan, engendrada por el fanatismo de lado y lado: “Todo el mundo cree en las atrocidades del enemigo y descree de las de su propio bando...”.

Por eso se trata de una discusión de antemano perdida, además, porque es muy probable que terminen dándola los militantes de cada secta: sus fanáticos, eso quiere decir esa palabra: los que van al templo. Lanzándose cuchillos de espejo a espejo.

Hasta que llegue el día en que la gente aprenda a convivir, es un largo y difícil proceso que no termina. Eso sí, lo importante es empezar.

Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com