Hartos de información

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El cerebro humano funciona gracias a la información que recibe por vía sensorial –visual, auditiva, olfativo-gustativa y somestésica- imaginativa, cognitiva, simbólica y social, que los eventos sociales, aunque sean de masas, también son fuente informativa.

Sin información, no hay alma, porque no hay mente: no podemos pensar, ni sentir, ni fantasear. La mente luce gracias a los bits de información que, una vez que afectan al sistema cerebral, viajan a través de las redes neuronales, modificándolas estructural y químicamente; luego, se residencian en los iones del sodio, quedando como reservorio disponible.

El cerebro se modifica y la información que recibimos también es modificada. Al asimilarla, la hacemos dialogar con la información anterior, la creemos o desconfiamos de ella, la reajustamos y matizamos, dando lugar a nuestro criterio personal, el alma singular de cada uno.

Este proceso se origina con la velocidad y la fuerza que se produciría si ensartásemos varios rayos laser. Estimativamente, contamos con más de cien mil millones de neuronas (nadie las ha contado y los más generosos aventuran que sean doscientos mil millones) y cada neurona puede pertenecer a 20.000 circuitos neuronales diferentes, a través de sus conexiones sinápticas. Este panorama llevó a T. de Chardin a considerar al cerebro humano como el cuarto infinito.

No es tan así. El cerebro puede terminar saturado y bloqueado, si lo inundamos de información. Los periodistas hablan de saturación informativa, cuando la abundancia de datos, aunque sean minucias irrelevantes, impide hacer el proceso de asimilación. Los psicólogos, con prurito científico remilgado y reductor, conceptualizan saturación cognitiva al exceso de información, sea del género que fuere, que los psicólogos cognitivo-conductuales no distinguen entre el número pi y una pasión amorosa.

Con este encuadre, estamos sumergidos bajo la avalancha informativa sobre el coronavirus por radio y televisión, noche y día, durante horas y horas. No hay otras noticias que dar. Ahora, el protagonista y único actor es el COVID-19, como, hace unos meses, era el “procés catalá”. El resto del quehacer de la humanidad está confinado o es irrelevante. Los telediarios son precedidos por ruedas de prensa interminables, en las que aparecen Ministros, Secretarios de Estado y otros altos cargos, a veces escoltados por Generales, que se pasan el turno de palabra, para resaltar algún aspecto de la monografía que nos avasalla y arrasa. Esto tampoco es inocente, ni obedece a una sacerdotal vocación de servicio.

Los periodistas, teóricos de la comunicación, esto es, de Rosa Mª Mateo para arriba, no un sencillo reportero que cumple de becario, saben que cuando la información es intrusa, atosigante y excesiva, no sólo no es útil, sino todo lo contrario, contraproducente y exasperante, a consecuencia del propio proceso cerebral.

Cuando el receptor, bombardeado por la información, no puede asimilarla, deja de prestar atención, se desentiende, por defensa natural, oye pero no escucha. Los psicólogos llaman efecto de frecuencia a esta reacción ante la información persistente, que termina siendo monótona, como un árbol que sucede a otro árbol, en medio de un bosque tupido. ¿El informador gasta sus energías inútilmente, o tal vez persigue el efecto de frecuencia?

El dichoso efecto de frecuencia no acaba sólo con filtrar la información. La persona entra en confusión, incluso cuando la información es única y coherente, porque no adquiere un conocimiento razonable, no puede establecer criterio propio, al no asimilar el contingente de información que recibe.

Si, además, la información es contradictoria y caben sospechas de que sea falaz, el estrés aumenta y puede emerger agresividad contra la propia información, contra los manipuladores que lo acosan y aun del sujeto contra sí mismo, por incompetente.

El torrente informativo sobre la pandemia está demostrando que Pedro Duque dijo su verdad y ha desaparecido, lo mismo que el general José Manuel Santiago y el coronel Pérez de los Cobos. También, que no sabemos contar números homogéneos para que puedan ser sumandos, en este caso, de muertos. Igualmente, que los españoles, diga la Constitución lo que quiera, tampoco somos iguales ante la enfermedad; que el tratamiento depende de la edad que se tenga, el cargo que se ocupe, la región donde se viva y otros hechos diferenciales, como la ideología que se practique.

Hay muchas categorías que se pueden sintetizar, a partir de este proceso. Pero, ateniéndonos al tsunami informativo, baste decir que, si el individuo no puede formar criterio por dispersión de la atención activa, hay un fracaso de la mente y ello deriva en incremento de la ansiedad, cuyas consecuencias están a la vista, en cuanto se ha levantado la veda.

Por otra parte, el fracaso mental nos deja sin alma, la falta de criterio personal deslavaza la crítica, que se reduce a bravatas de barra de bar, balandronadas y porfías sin fuste. Así las cosas, a somormujo, la deriva intrínseca es un aumento del control de la sociedad, ahora descerebrada, y la reducción del espacio de libertad, porque la manipulación informativa, en este caso por exceso y contradicción, acrecienta la condición de rebaño. El hartazgo de información es tan manipulador como las mentiras, o la opacidad.