Los locos Adams, o el problema de acostumbrarse al hedor

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Recuerdo una familia en el barrio en el que me crié a la que se referían como Los locos Adams. Se trataba de esta anciana la cual bajo su techo vivían sus hijos. Varios de ellos con condiciones psiquiátricas diagnosticadas y algunos con problemas crónicos de alcoholismo. En días de la semana, la anciana bajaba la cuesta frente a mi casa para llegar a la parada de la “pisa y corre” y poder ir al centro del pueblo a realizar sus diligencias. En alguna ocasión, cuando yo tenía cinco años —recuerdo la edad porque apenas había comenzado el kindergarden— mi padre se mostró preocupado ya que según él eran casi dos semanas sin haber visto bajar a la señora. Ese sábado me ordenó ponerme los zapatos temprano para subir junto a él a ver si esta se encontraba bien. Mi padre llamó desde el balcón de la casa. La anciana, a duras penas, le gritó que entrara al cuarto porque se encontraba de cama. Nunca voy a olvidar la escena y mi impresión al entrar a esa casa. Desde basura tirada por todas partes, restos de comida, un perro con sarna dentro de la casa, más un fuerte hedor a excremento y orina humana. No aguanté más de treinta segundos dentro de la residencia y corrí hacía el patio. A los pocos minutos mi padre salió, me tomó de la mano y me dijo “vamos para dejarte en la casa y buscar quien la lleve al hospital”. Mientras caminábamos “jalda abajo”, mi primera reacción fue preguntarle cómo era posible que pudieran vivir con ese mal olor. La respuesta de mi padre fue, “pues mijo, cuando uno se acostumbra a la peste llega un momento que ni la siente”.

Dicha frase retumbó en mi mente la semana pasada. En el momento que pasé por el área de Hato Rey y pude observar a cientos de automóviles haciendo una fila que daba la vuelta por varias cuadras. Eran personas que necesitaban llevar algún documento al Departamento del Trabajo y Recursos Humanos. Ese día, temprano en la mañana, la temperatura ya rondaba por los noventa grados. Muchos de ellos, asumo que para ahorrar la poca gasolina que tuvieran disponible, apagaban el motor de su auto y bajaban los cristales mientras esperaban. Solo Dios sabrá cuántos de ellos no habían podido ni desayunar por llegar temprano. Otros cuantos aguantarían sus deseos de ir al baño por miedo a perder su turno. El día antes de esa estampa, la secretaria del Trabajo celebraba en las redes que 589 personas hicieron esa fila para entregar sus documentos y complementar su solicitud de los beneficios por desempleo. Beneficios necesarios para cientos de miles de familias por la situación precaria a la que el propio gobierno los sumió debido a la falta de capacidad, improvisación y politiquería. Estamos tan acostumbrados al hedor que hasta lo celebramos.

Nuestro país lleva décadas “ensuciándose” en la corrupción y la mala administración pública, pero ya nos hemos acostumbrado a ese hedor. Tan reciente como hace tres semanas, nos enteramos cómo esas malas costumbres llevaron a que en el periodo de dieciséis horas se depositarán 19 millones de los dineros del pueblo en una cuenta privada particular sin mayor verificación y escrutinio. La reacción generalizada era “así funciona la compraventa de influencias aquí”. Conducimos por carreteras destrozadas por los hoyos y el deterioro, pero como nos hemos acostumbrado, optamos por comprar vehículos parecidos a camiones para transitar por las mismas sin procurar que sean reparadas. Nos hemos acostumbrado a un sistema de educación pública corrupto y deficiente, optando entonces, por dejar prácticamente de comer, para matricular nuestros hijos en escuelas privadas. También es costumbre mirar la pobreza rampante en el País, conformándonos, en vez de hacer una caravana para llevarle comida a esos pobres. Ya nos son normales las noches de cuatro o cinco asesinatos diciendo “pues se lo buscan por vender drogas”.

Desde inicios del nuevo siglo, del nuevo milenio, las tres ramas del gobierno federal nos han mangoneado, diciéndonos, desde que nos pueden vender o ceder a otro país, hasta denigrar nuestra Constitución. Muchos nos limitan y han convertido en costumbre indicar que como la estadidad es un sueño imposible y no queremos la independencia, “esa es la que hay” por siempre y para siempre. Quizás nuestro mayor problema es que nos hemos acostumbramos al hedor.