CARA Y CRUZ
Impactos emocionales
En el anuncio de la última prórroga de la cuarentena fue perceptible una alteración en esa serenidad tan característica del presidente Alberto Fernández. Comprensible: los tiempos en que los dividendos de la oportuna disposición preventiva lo eximían de críticas y blindaban su figura con un consenso pocas veces visto en la historia nacional han dado paso a unos berenjenales de resolución bastante más ardua, entre ellos el de la forma de superar el confinamiento sin erogar el costo político del incremento de contagios y eventuales desbordes del sistema de salud. Cuesta abandonar, ya se ha dicho, la zona de confort.
El impacto de las variaciones en la escena sobre la templanza de Fernández se hizo más notorio, con un estallido, cuando la periodista Silvia Mercado le preguntó si consideraba las consecuencias emocionales y psicológicas que el encierro tenía sobre la población. “Hay mucha gente angustiada”, señaló.
Para qué: la paciencia del Presidente se vio desbordada. “Estamos en una pandemia que mata gente ¿lo entendemos? Estamos en una pandemia de un virus desconocido ¿lo entendemos? Estamos en una pandemia de un virus que no tiene vacuna ni tiene remedio ¿lo entendemos? Quédense en su casa y cuidensé, traten de sobrellevarlo del mejor modo posible… les pido, dejen de sembrar angustia. Angustiante es que no te cuiden, angustiante es que el Estado te abandone, angustiante es que el Estado diga acá no pasa nada; acá están pasando cosas serias y por eso actuamos como actuamos”, recriminó con evidente fastidio.
El problema es que la angustia no depende de la voluntad del angustiado; no se angustia el angustiado por ganas de contrariar al mandatario. El confinamiento, cíclicamente extendido, provoca efectos emocionales en los confinados del mismo modo que el cariz que están tomando algunas facetas de la realidad malhumoran al Presidente.
La cuarentena fue implementada el 19 de marzo con el objetivo explícito de preparar el sistema de salud para resistir el incremento de la demanda por el COVID-19. Al parecer, la confianza en que tal preparación se haya llevado adelante con eficacia durante estos 70 días es de escasa a nula.
Al Presidente ha de desestabilizarlo también que se le empiecen a disparar los contagios justo en las villas, cuya vulnerabilidad, dado que el hacinamiento y las deficiencias de infraestructura que dificultan las medidas preventivas contra el coronavirus, debió haberlas puesto en la cima de las prioridades oficiales en tren de restringir contagios. No se lo hizo, y la precariedad de la presencia estatal allí es tal que la Casa Rosada debe recurrir a organizaciones sociales hasta para la provisión de alimentos.
Precedente de esta imprevisión en el diseño de la cuarentena fue lo ocurrido en varios geriátricos, donde el Estado se hizo presente recién cuando la escalada de contagios y muertes tornó evidente su deserción inicial.
Estos hechos, cuya interpretación depende de la ribera de la renovada grieta que se asuma, marcan improvisaciones que comienzan a opacar los resultados obtenidos en la primera etapa del encierro y extienden incertidumbres que alimentan las angustias que indignan al Presidente, sobre todo en los millones de personas que dependen para subsistir de su trabajo diario y no pueden salir a ganarse el peso por las recicladas restricciones.
Si tras 70 días el sistema de salud no está aún en condiciones de afrontar el indefectible aumento de la demanda para cuando llegue el pico del coronavirus, ni se tuvo en cuenta que villas y geriátricos eran los flancos más propicios para que el mal se expandiera, es muy difícil confiar en que el Estado administre la salida de la cuarentena con solvencia.
Es tal vez la proximidad de este empinado y escabroso horizonte lo que alarma al presidente Fernández.
Y si él se angustia, mal puede enojarse porque se angustie el vulgo condenado a la cronificación de la clausura