Mike Tyson, el boxeador que quiso ser Dios
La semana pasada se confirmó que el estadounidense, de 53 años, volverá al cuadrilátero en una pelea con fines benéficos. Todavía no se conoce el rival que enfrentará.
by Camilo AmayaEn su gimnasio en Catskill, Cus D’Amato le enseñó a Mike Tyson que el miedo era el principal obstáculo en la vida de un boxeador y que lo ideal era convertirlo en un arma o en una especie de blindaje. Ese mismo día, con el acento italiano con el que le hablaba, amedrentador como si fuera un mafioso de Nueva York, D’Amato también le repitió que tanto el héroe como el cobarde sentían siempre el mismo miedo, solo que el primero iba para adelante sin importarle nada mientras que el segundo retrocedía. Y que por eso su misión era hacer de Tyson el héroe de los pesos pesados. D’Amato, el metódico entrenador que dirigió en sus mejores épocas a Floyd Patterson y al puertorriqueño José Torres, vio por primera vez a Tyson en un reformatorio al que llegó a los doce años con un prontuario de crímenes juveniles y unas cuantas condenas.
“Era un chico maleducado, pero ingenioso”, dijo Cus en una entrevista a HBO en 1980. A pesar de que Tyson era muy pequeño, a comparación de otros niños de su edad, D’Amato vio en él la mezcla perfecta del boxeador de calle y el moderno, con la habilidad para soltar golpes potentes y a la vez saberse mover en el cuadrilátero. Y por eso lo llevó a su casa, y lo trató como si fuera su hijo. Y se dedicó a entrenarlo para que controlara sus emociones, para que el temperamento que había adquirido en Brooklyn, un barrio que más bien parecía un infierno, explotara solo en la lona, y para que entendiera que el boxeo era un deporte en el que importaba más la cabeza que los puños. Además de eso, D’Amato le ordenó que mirara videos, uno tras otro, de antiguos campeones, para que memorizara sus golpes. Y así fue que Mike se sintió identificado con Jack Dempsey, con su intensidad y su irreverencia.
Empezó a dormir con los guantes puestos, a hacer 2.500 flexiones al día, a comer más balanceado, a practicar en las mañanas y divertirse en las cenas en las que colaboraba lavando los platos y reía cuando D’Amato le hablaba de sus amores juveniles. Tyson debutó en los Juegos Olímpicos de la Juventud en 1982, ganando la medalla de oro y derrotando a sus oponentes en cuestión de segundos. Ese mismo año perdió su primer combate contra Al Evans, once años mayor que él, que fue más inteligente al mantenerlo siempre a distancia.
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“No me cansaba, pero si no estaba lo suficientemente cerca no podía hacer nada”, diría en su autobiografía titulada Toda la verdad. En 1986, habiendo hecho la transición al profesionalismo, Mike se convirtió en el campeón de los pesos pesados más joven de la historia (veinte años, cuatro meses y 21 días) tras noquear a Trevor Berbick en el segundo asalto.
Y mientras festejaba recordó a D’Amato, fallecido un año antes por neumonía y la única figura paterna que tuvo Tyson. Ya siendo campeón y con el cinturón en su poder, Mike volvió a Brownsville y se acordó —como lo dijo en su autobiografía— de su infancia, de que a los diez años ya sabía lo que era disparar un arma, que a los once había probado la cocaína y que su madre lo dormía a él y a sus dos hermanos con un poco de ginebra para poder trabajar. Y que muchas mañanas amanecían los cuatro en una misma cama con algún hombre que pagaba por sexo. Tyson se convirtió en una celebridad en Estados Unidos y empezaron a llegar los contratos publicitarios, los millones, los carros y los lujos. Y los promotores inescrupulosos atraídos como moscas por la miel de la fama.
Viendo que Mike era un mina de oro, Don King tomó el mando de su carrera, y de su vida, y le inculcó todo lo que D’Amato ya había aniquilado: el odio, el racismo, la soberbia. Y con las peleas y los triunfos llegaron los carros, las limusinas con jacuzzi, las mujeres, que venían de la mano con la cocaína, hasta la heroína, la mansión en Las Vegas con una estatua enorme de Alejandro Magno y su gran afición: los cachorros de tigre. “Perdí el control porque nadie me decía nada. Lo único que aprendí en esta vida fue a tirar golpes y a traer hijos al mundo. Mi ego fue el mayor ego concebido por Dios y mi autoestima la más subterránea de todas”, dice en la introducción de su libro, en el que también aclara el episodio con Desireé Washington y los cargos por violación que lo mandaron a la cárcel durante tres años. “No le hice nada, pero tengo que admitir que era una época en la que creía que si una mujer me saludaba de manera amable era porque quería acostarse conmigo”.
Después de años y años de mucho dinero, de llegar a regalar US$250.000 a un indigente que vio en la calle, hasta perder un fajo de un millón en un casino, Tyson se dio cuenta de la doble contabilidad que llevaba Don King, de los contratos con letra diminuta y de la explotación laboral de la que fue víctima. “Si no puedes hacer que te quieran, entonces haz que te odien”, le decía su promotor, responsable también de esa atmósfera de excesos.
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La vida de Tyson, así como su nivel en el ring, fue similar a un electrocardiograma. Primero superaba a Michael Spinks, en 1988, en un duelo para unificar los títulos de los pesos pesados (lo hizo en 91 segundos) y dos años después perdía con James Douglas en uno de los nocauts más famosos de la historia del boxeo (11 de febrero de 1990 en Tokio, Japón) y tras llegar con una racha de 37 victorias consecutivas y las apuestas 40-1 a su favor. Pero hubo un momento en el que todo se vino abajo, comenzando con el combate frente a Evander Holyfield y el mordisco para arrancarle un pedazo de la oreja izquierda a su rival (en su autobiografía reconoce que ese día, 28 de junio de 1997, subió al cuadrilátero drogado), hasta el incidente con Lennox Lewis en la rueda de prensa antes de la pelea en 2002, cuando se abalanzó sobre su rival para intentar golpearlo. Un día después, el 8 de junio, Lewis acabaría con él en el ring. Mike, para sorpresa de todos, aceptó la derrota con elegancia en lo que fue para él otro tipo de victoria, cuando se dio cuenta de que no podía separar al boxeador y a la persona.
El 11 de junio de 2005, con la báscula señalando 105 kilogramos y ya habiéndose declarado en bancarrota, Tyson tuvo su última pelea oficial frente al irlandés Kevin McBride, que lo superó sin mayores problemas. En 2007, Mike regresó a la cárcel por posesión de drogas y cuando se esperaba una condena larga, un juez de Arizona lo sentenció a un día tras las rejas y a tres años de libertad condicional. En 2009 murió su hija Exodus, de cuatro años, luego de un accidente con una soga en su habitación. Ese suceso lo acercó al islam, lo llevó a tatuarse al Che Guevara y a Mao, a entender que la existencia debía tener un propósito y que la suya carecía de un fin. “Creo que cuando muera iré al infierno. No tengo miedo, porque crecí en él y puedo decir que el día en el que me vaya lo haré, por fin, en paz”.
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Camilo Amaya
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