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José Alfredo Jiménez en plenos años 40, poco después de que su canción "Yo" comenzara a ser cantada por todo México.
Cortesía

José Alfredo Jiménez en un mundo raro (Como de cuento)

Vivía en un mundo raro y quiso vivir en uno más raro todavía, porque era un mundo de imposibles. Cantaba. escribía frases en papelitos que iba echándose al bolsillo. Silbaba.

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En un tiempo, trabajó como zapatero, y como mensajero, y en otro fue portero  del equipo de Marte, que jugaba por los años 40 en la primera división del fútbol mexicano. Allí conoció a Antonio Carbajal, o eso dijeron, como dijeron que contaba una y mil historias sobre aquel hombre siempre vestido de negro que pasó a ser parte de la historia eterna del fútbol mexicano y mundial, y allí, metido entre los tres palos de su equipo, entendió lo que era perder, perder siempre, más allá de que su equipo ganara, o en el mejor de los casos, declararse empatado con la vida porque no le habían hecho un gol. 

Derrota, muerte, volver a empezar, caer, levantarse, mirar de lejos y como a un imposible a la mujer de sus sueños y soñar con el amor y deshacerse en amores imaginarios. Un trago, dos, cinco. Una cantina. Los mariachis, la voz del pueblo, la vida que pasaba entre los huecos de las paredes de algunas de las casas donde vivió, y la pregunta por la muerte de su padre, don Agustín Jiménez, que nunca quiso que le hicieran porque no le daba la voz para responder nada. Había nacido en Dolores Hidalgo, y luego cantó una y mil cantos de su Dolores Hidalgo, y con su canto puso a su pueblo en todos los mapas, en los diarios, en el cine y la televisión y en la radio. En los discos, en el canturrear de quienes canturreaban sus canciones para olvidar. O para darse fuerzas. O para amar. 

A los seis años se mudó a Ciudad de México, con su madre y sus dos hermanos. Ahí comenzó a ser José Alfredo Jiménez, aunque nadie lo conociera y fuera uno más de los millones que llegaban todos los días a aquella ciudad de todos y de pocos, por no decir que de nadie. Trabajó de mesero en un restaurante, y entre plato y plato observó. Detalló. Escuchó las conversaciones de los clientes. Sus secretos. Sus desengaños. Sus amores prohibidos. Sus anhelos. Los papelitos que se pasaban por debajo de la mesa. Entonces comenzó a escribir frases sueltas. A silbar. Unas veces, con una melodía. Otras, con cualquier otra. Silbaba lo que se le ocurría y lo que quedara bien con lo que quería decir. Hasta que un día el hijo del dueño del restaurante le habló. Le dijo que cantaran, que él había formado un trío, Los Rebeldes.

Aquellos eran tiempos de serenatas. De ir con los amigos en las noches y cantarle un par de canciones a una mujer. De códigos. Que ella encendiera la luz para responder, pero que no se asomara. Que se aguantara detrás de la cortina, y si hacía trampa, que fuera una trampa diminuta. Que después enviara una carta. Que no bajara a agradecer. Que se muriera de amor, pero sola, en su habitación. Tiempos de amores que circulaban en las noches sin luna, como una canción. Y tiempos de guitarrones y violines y trompetas, si había algo de plata. José Alfredo Jiménez era un simple acompañante. Hacía voces y se hacía el que tocaba la guitarra. O tocaba tres acordes, los básicos. Y cantaba y escribía y contaba historias, con su bigote a lo mexicano y un vozarrón como el de aquellos años.

Un día rebuscó entre sus papeles como de borracho, sacó uno, leyó y empezó a murmurar, “Yo, yo que tanto lloré por tus besos, yo, yo que tanto te quise en la vida, hoy, solo quiero brindarte desprecio… Yo, yo que tanto de quise en la vida…”. Un señor lo escuchó, y el señor le dijo a otro señor, y éste a uno más y la voz se corrió y llegó adonde don Andrés Huesca, una celebridad de los años 40, que se fascinó con Jiménez, o mejor, con la canción, sobre todo porque hablaba de gitanas y lectoras de mano e historias, sí, historias, y del destino que había cambiado la suerte de un hombre: “Una gitana leyó en mi mano que con el tiempo me adorarías, esa gitana ha adivinado, pero tu vida ya no es la mía”, decía Jiménez, y luego cantó Huesca con su grupo, Los Costeños. “Yo” se multiplicó.

“Yo” fue el himno de millones de mexicanos que salían a las tabernas y a las cantinas y cantaban con la voz quebrada “Ando borracho, ando tomando, porque el destino cambió mi suerte, ya tu cariño nada me importa, mi corazón te olvidó pa´ siempre…”. Con el tiempo y los años, y el éxito y las películas, y los discos, y su vida intensa y su muerte, le gente seguía cantando aquellos versos, y alguna hablaba de las cantinas, de que sin el alcohol aquel señor no hubiera sido aquel señor, y sus detractores lo defenderían, como Lucha Villa, quien los interpeló y les dijo que ojalá hubieran tomado en las cantinas como José Alfredo Jiménez y hubieran sido capaces de hacer una, al menos una canción como las de él. Jiménez era México. Y era el pueblo. Y era el dolor del pueblo, “No vale nada la vida, la vida no vale nada…”.

Era el canto de todos, aunque todos no cantaran, o solo cantaran en las fiestas y en las malas. Alguna vez lo tacharon de haber sido un incitador. Lucha Villa dijo que sí, pero que no. Que el pueblo lo había buscado a él y lo había hallado. No al contrario. Jiménez fue pueblo, destino, hombre traicionado, lealtad, amor no correspondido, lealtad. “Un amigo como pocos, o como ninguno”, decía Villa, una de sus cantantes. Una de sus decenas de cantantes. Porque Jiménez también fue la voz de los artistas, de centenares de cantantes y de músicos que tomaron sus canciones para hacerlas suyas, o para propagarlas y decirle al mundo lo que él decía. Tanto que decía, tanto que dijo, con sus palabras sencillas y sus frases inmortales. 

Tanto que marcó a la música mexicana, que muchos fueron capaces de decir, de asegurar que hubo un antes de José Alfredo Jiménez, y un después de él. Y hubo un México antes de él y uno después. Porque Jiménez influyó en la gente de a pie, y la gente de a pie alguna vez se levantó contra la otra gente, contra la gente de avión, como lo hizo el comandante Marcos, y fue por él. Y porque marcó a los cantantes, y los llevó más a interpretar y a decir y a rasgarse si era necesario, que a ser una perfecta y hermosa voz y nada más. Jiménez fue un trago. Mil tragos de tequila, de lo que fuera, pero sin la borrachera perdida. Fue palabra, denuncia, grito, dolor, rabia, impotencia y una perenne invitación a hacer, a seguir haciendo y seguir contando. 

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Fernando Araújo Vélez

Cultura

José Alfredo Jiménez en un mundo raro (Como de cuento)

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