Lectura del santo evangelio según san Juan (17,20-26):

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En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos al cielo, oró, diciendo: “Padre santo, no sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. También les di a ellos la gloria que me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y los has amado como me has amado a mí.

Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo. Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y éstos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos”.

Comentario

Buena parte del tiempo y de las energías de Jesús estuvieron dedicadas a formar un grupo con los discípulos que eligió para que le acompañaran en su misión. No era suficiente el vínculo individual con él, el estar cerca de él y vivir juntos muchas cosas. Jesús quería que ese grupo fuese por sí mismo un mensaje y un testimonio de comunión, una “visibilización” o “parábola viviente” de lo que podía ser el mundo, las relaciones humanas, vividas a partir del Evangelio. Qué quería decir que todos éramos hijos de un mismo Padre, y por lo tanto, hermanos. Cómo ese Reino del que hablaba tenía que irse haciendo realidad por el modo de tratarse unos a otros. No era nada fácil, porque los Doce eran muy diferentes entre sí. Los evangelios nos cuentan sus envidias, sus ansias de poder, su torpeza y sus miedos, su incomprensión... Los Hechos de los Apóstoles nos han dejado ver los primeros conflictos en la Comunidad Primitiva. Podemos afirmar sin duda, que el seguimiento de Jesús, el aceptarle como Salvador... implica aceptar a otros, implica una vida de comunidad, implica vivir fraternalmente.

Y así se comprende su inquietud y su deseo, pues al orar por ellos en su despedida, pide al Padre: “Que sean uno, como nosotros somos uno”.

El listón lo pone muy alto: no es simplemente que se organicen bien, que distribuyan tareas, que trabajen en lo mismo. Se trata del esfuerzo que necesitamos para que nuestro seguimiento de Jesús sea reflejo, imagen de la unidad en el Amor que reina entre el Padre y el Hijo..., ayudados, eso sí, por la fuerza y el don del Espíritu. Sin este don, esa unidad se vuelve tarea imposible para nuestras pobres fuerzas.

Jesús le expresa al Padre su profundo deseo de que también ellos (y los que creeremos en él por medio de ellos) experimenten el mismo amor que a él le ha sostenido, enviado, acompañado, guiado... y que es más fuerte que la muerte (Pascua). Y ya que los discípulos han conocido su Nombre (Padre-Amor), le ruega que “el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos”... Precisamente ese Amor es la raíz y el impulso para ir al mundo, al que son enviados como él mismo fue enviado por el Padre. Es un amor que “lanza” hacia fuera. San Lucas describirá a las primeras comunidades diciendo que tenían un solo corazón y una sola alma. Y Tertuliano comenta que los paganos, viéndoles, exclamaban: “Mirad cómo se aman”.

Las tres culturas que rodeaban a Jesús en su tiempo, eran excluyentes. Para los judíos, la salvación de Dios era exclusivamente para los que cumplían la Ley y estaban circuncidados. Todos los demás eran paganos. No recibían la salvación de Dios. Los griegos, por su parte, despreciaban a los que no tenían sabiduría, y en cuanto a los romanos, diferenciaban muy bien quién tenía la “ciudadanía romana” y quién no.

La historia es testigo de cómo las religiones, los grupos de cualquier identidad, los sistemas políticos, las empresas, las etnias, etc... tienden a afirmarse a base de excluir a “los otros” e incluso enfrentarse con ellos: procuran absorberlos, silenciarlos, ningunearlos, anularlos, manejarlos... Y así se multiplican los conflictos y violencias.

Jesús, en cambio, que quiere la paz, la fraternidad, la comunión entre los hombres, opta abiertamente por la “inclusión”, la unión, el amor... teniendo como modelo su propia experiencia de comunión. Reconoce que “El Padre es más grande que yo”, “Él me ha enviado’, ‘hago su voluntad”... y no por ello pierde su libertad, ni su identidad personal. La Unidad de Dios es a la vez Trinidad de amor y fuente de Vida.

El camino de la unidad y de la comunión, el camino de una integración no excluyente ni destructiva, está lleno de obstáculos. El egoísmo y la autoafirmación a ultranza acaban por destruir cualquier “nosotros” posible. La unidad que Jesús quiere para nosotros y para todos los hombres nunca será el resultado de imponernos por medio del poder, de la fuerza, de alianzas humanas... Sólo el poder del amor, del servicio, de la generosidad, de la humildad...

Y cuando surjan las naturales e inevitables diferencias, seguir aquel consejo de San Agustín: “En las cosas necesarias debe reinar la unidad; en otros temas, la libertad; y siempre la caridad, o sea, el amor”.

En todo caso, si tenemos que ser Uno para que el mundo crea en el enviado de Dios, tenemos que empeñarnos más a fondo en edificar comunidades fraternas, en vivir nuestro seguimiento ‘con otros’, mostrar en nuestro estilo de vida que el ‘Príncipe de este mundo’ ha quedado vencido. Y orar intensamente para que se cumpla en nosotros la oración de Jesús