https://www.eltiempo.com/files/article_main/uploads/2018/03/15/5aaa9cf226c48.jpeg
En defensa del idioma.
Foto: Archivo Particular

La música callada de la escritura

Confinarse con la lectura por ahora es el mejor recurso para viajar a cualquier lugar y tiempo.

by

Acerquen el oído para fijarlo en la página escrita que tengan más a la mano, ojalá creada por un maestro de las letras: silencio. Tomen ahora un trocito de papel para saborearlo: ¿insípido? Intenten después concentrar la mirada en las letras, luego en las palabras y, finalmente, en las ideas, escenas y acciones que surgen de allí. Busquen el refugio de la paz en ese momento, acudan a la quietud y al abrigo de la soledad, entréguense al mundo infinito de otras creaciones parecidas, olvidando por ese instante que existe este universo real (bueno, el que suponemos real). ¿Listos?

¿Empiezan a notar que con los ojos se perciben los sabores, la música, la dureza de un objeto y hasta las fragancias de las flores? Más que eso: de las letras surgen colores cremosos, melodías infinitas, ahogos chirriantes, felicidades amarillas y tragedias puntiagudas. Y, aunque el paladar jamás las toque, de las palabras emana la acidez; de los vocablos dispuestos calculadamente nacen la dulzura o el estruendo; hay párrafos en que se escuchan cascadas o nos humedece un llanto. En infinidad de oraciones, se acomodan las desdichas, esperanzas, súplicas y fracasos de millones de seres humanos. Sí: en la escritura se condensan y se renuevan todas las experiencias de la humanidad.

En medio de ese ejercicio de verdadera activación cerebral, por otra parte, algunos docentes les indican a sus estudiantes cuando estos están aprendiendo a leer: “La m con la a suena ma…”. Y, otra vez, pegamos el oído a esa sílaba, ma, y no escuchamos nada, sencillamente porque las letras no suenan; solo representan los sonidos que cada quien, cuando lee, debe reproducir, como si fuese la mejor de las sinfonías. Por eso dirán algunos jóvenes amantes de la lectura que eso “es una nota”; pero lástima que la cantidad de intérpretes de esas invaluables partituras cada vez sean menos. Dicen que saben leer, pero, en la práctica, siguen cultivando el analfabetismo.

Sé que muchos de ustedes, poco o mucho, se habrán situado con favorable disposición ante uno de los más bellos objetos creados por el hombre: el libro. Presiento, de manera parecida, que un entorno plácido les habrá permitido sumergirse (como en el inmenso mar) en las historias fascinantes. ¿Han imaginado allí una estatura, el color de una piel, la extensión de una casa, los tonos grises de la mañana o los violeta de un atardecer? ¿Sienten que reconocen el timbre de una voz, de un hombrón o de una delicada niña? ¿Acaso nuestra propia piel no se eriza ante las escenas de terror? ¿Experimentan el deseo de aplaudir (mientras leen) cuando los “malos” pierden y los “buenos” ganan?

Si les digo que jamás piensen en una vaca bailando salsa con un gallo, ¿por qué me contradicen y piensan en esa curiosa escena? Es fácil la respuesta: la fuerza de las palabras (y su disposición) construyen mundos en el interior de nuestro ser, de nuestra mente, de nuestra conciencia. ¿Notan que están reproduciendo el sonido de todas estas letras? ¿Descubren que hay un silencio calladamente sonoro en medio de nuestros ojos, dentro de nuestra cabeza? Esa mezcla de sensaciones, que en la literatura se llama sinestesia, nos da la posibilidad de recrear conjuntamente con los autores nuestras propias y, a la vez, guiadas visiones de esos universos.

¿Con los ojos, han escuchado gritos? ¿Susurros? ¿Captaron el tono sarcástico de un sujeto ruin? ¿Los invade las tristeza y la impotencia cuando asisten (en la lectura, claro) al funeral de una mujer noble? Yo (lo confieso) lloré durante mi adolescencia ante la tumba de María; Jorge Isaacs, el autor de esta sublime y bellísima obra de las letras universales, me zarandeó y exprimió el alma, bajo la lluvia y frente a los trajes negros, mientras mi piel se hería con las espinas de unas rosas, muy rojas, que apretaba Efraín (contra el corazón hecho picadillo), queriendo sembrarlas en el pecho. ¡Jamás imaginé que la tristeza extrema tocara la corona de la belleza!

Los grandes maestros de las letras han logrado que cada lector diga, allá, en el fondo de la sinceridad: “yo siento igual”, “¿por qué se parece tanto a mí?”, “he pensado en situaciones muy semejantes”, “siempre presentí un momento como ese”, etc. Y esa identificación es tan fuerte porque los clásicos autores pudieron compendiar las características (virtudes y vicios) comunes a todos los seres humanos, en todos los lugares y durante todas las épocas; resumieron y concretaron al ser humano.

Por eso, si alguna vez escapamos del estruendo incesante de estos tiempos para recrear nuestros propios sueños, recordemos que la portada de un libro es la puerta que se abre para ingresar (y sin pagar boleta, cuota ni nada) a los eternos viajes por el tiempo y el espacio.

Con vuestro permiso.

*JAIRO VALDERRAMA V. PhD
UNIVERSIDAD DE LA SABANA