Los e-books de reclamaciones
by Màrius SerraÉrase una vez, cuando no existía ni internet, asistí a la petición de la hoja de reclamaciones en un cine. Iba a escribir que no existían ni los virus informáticos, porque los asociaba al nacimiento de internet, pero al comprobarlo he visto que ya había aparecido alguno a principios de los setenta en una especie de red precursora denominada Arpanet. He olvidado la peli, pero recuerdo que era en plena década de los ochenta. Después del The End nuestro grupillo remoloneamos en la butaca mientras daban los créditos. La sala se fue vaciando y, de repente, el maquinista cortó la proyección por lo sano. Uno de nosotros se indignó tanto que pidió el libro de reclamaciones. Era mi amigo Oriol Comas i Coma, todo un personaje. Recuerdo la escena porque fue tensa. El encargado del cine se hacía el longuis, llegó a sacar un folio en blanco, displicente, y solo cuando afloró la indomable tozudez de Comas en todo su esplendor desempolvaron el libro oficial de reclamaciones. En el birrafórum de la salida, acusado de hilar fino, arguyó que él siempre miraba todos los créditos por interés genuino y por respeto a toda la gente implicada en un proceso colectivo tan complejo como una película. Los créditos de cualquier producto audiovisual son tan largos que la gente que consta en ellos no cabría en la mayoría de salas de exhibición actuales. De hecho, algunos creadores incluyen una pequeña escena al final de los créditos para mantener al público pegado a la pantalla.
Me ha venido a la memoria aquel episodio lejano de esa oficina de derechos del consumidor con patas llamada Oriol Comas porque los créditos de una película recogen una lista completa de damnificados por estas semanas de parón pandémico. Desde los visibles (intérpretes) al último ayudante, pasando por los profesionales de producción, arte, escenografía, sonido, iluminación, atrezo, vestuario, peluquería, maquillaje... Todo un sector parado en bloque. Podría parafrasear al grupo mallorquín donde cantaba Rossy de Palma, pero nunca es imposible ir a peor. Los programas de tele y radio hechos en confinamiento, por ejemplo. ¿Qué deben de pensar los profesionales del maquillaje, peluquería, vestuario, iluminación o sonido cuando ven las conexiones caseras con tertulianos, entrevistados y colaboradores al constatar que son posibles sin su concurso? La radio es sonido y la tele imagen, pero durante muchas semanas hemos acostumbrado el oído a calidades técnicas más precarias y la vista a verdaderas aberraciones lumínicas, encuadres imposibles, vestuarios informales y altares de atrezo. ¿Qué consecuencias estéticas, técnicas e industriales comportará este trimestre de arte povera forzoso? ¿Cómo repercutirá en los presupuestos de producción de cualquier programa audiovisual en el futuro inmediato? ¿Se acortarán las listas de los créditos porque algunos profesionales serán considerados no esenciales de un modo permanente? Si es así, habrá que pedir el libro de reclamaciones, ¿eh, Comas?