Sociedad civil

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Mientras el vector populista siga corroyendo el debate parlamentario, difícilmente las Cortes podrán ser el lugar en el que se impulsen vías de salida ambiciosas para la crisis social y económica que ha provocado el shock de la epidemia. Si el foro de discusión fuese institucional pero excepcional –pongamos por caso la Moncloa–, tal vez habría sido distinto. Pero fue que no. Y al encapsular la comisión de la Reconstrucción en el Parlamento la oposición prefirió desactivar buena parte de su potencial toda vez que la dinámica de polarización, que venía de antes y se está acentuando, imposibilita que allí puedan madurar los acuerdos amplios que exige la compleja situación presente.

Tampoco el Gobierno está en condiciones de pilotar dichos acuerdos. Durante estos meses trágicos no ha reforzado su autoridad, tan limitada por la aritmética, y ahora su credibilidad depende sobre todo de aquellos ministros que logren generar más confianza gestora que no controversia ideológica. Esta descripción puede ser ajustada, gustarnos más o menos o encajar mejor o peor con nuestros deseos, pero la realidad se impone sobre prejuicios, deseos y gustos.

No hay salida al descomunal reto planteado sin política, sin buena política, pero desde hace demasiado tiempo la situación parlamentaria está bloqueada y a corto plazo no se alterará su inercia esterilizadora. Por ello, ante el espectral horizonte laboral y empresarial que se atisba, agentes y organizaciones que hayan preservado su capital de prestigio y conocimiento deben ponerlo en valor desde ahora: este es el tiempo para que la sociedad civil –entendida como una esfera de compromiso colectivo que no busca el lucro– cumpla con su necesaria función ­democrática. Nutriendo de iniciativas a las administraciones, además, las instituciones podrán reconectar con la sociedad y así,­ ­ampliando los ámbitos de diálogo, intentar regenerar su oxidada legitimidad.