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Un camarero desinfecta una mesa después de su uso en el primer día de la fase 1.Joaquin Corchero / Europa Press / Europa Press

La ira de los dioses de la fase 0 | Crónica

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La ira de los dioses de la fase 0 se desató este lunes con inusitada virulencia. Primero trataron de disuadir a los habitantes de Madrid de inaugurar su pase a la fase 1 tomando algo en una terraza con un calor asfixiante. El sofoco era tal que uno solo podía optar entre asarse al sol o cocinarse al vapor bajo la sombrilla. Luego, imbuidos del espíritu con el que se han tenido que manejar los Gobiernos de medio mundo en esta pandemia, cambiaron radicalmente de estrategia. Lanzaron diversos chaparrones sobre distintas zonas de la capital. En tiempos como estos, incluso la más inocente de las acciones termina en manos de la épica.

Sobre las 13.00, cruzando la plaza de San Miguel ya se veía que no todos los bares con terraza de esta parte del centro de Madrid iban a abrir. Solo la Cervecería La Plaza estaba en funcionamiento. No había sitio. Nunca ha habido sitio aquí. Un poco más abajo, en la plaza del Conde Miranda se montaba una terraza. En la del Conde de Barajas, ninguna. En la plaza de La Paja solo estaba abierta La Musa. Tenía sombra, pero no sillas libres. Quedaba una mesa huérfana en el Café del Nuncio, a pleno sol. Han abierto las saunas. Hacer el bobo es como la materia, no se destruye, se transforma, y si no hay turistas para coger insolaciones, deberemos reemplazarles los vecinos. Sale la camarera y pido una cerveza. Esto es como ir en bicicleta. No hay barril, no ha dado tiempo a que se enfríe. Mientras, la mujer de la mesa de al lado se queja de que su vino tinto está demasiado frío. Más allá, dos jóvenes con ciertos problemas para entrar en la ropa que visten —no se sabe si fruto de seguir una moda que solo ellos deben de conocer o de, como muchos, haber engordado al cobijo de la ropa de ir por casa— llaman por teléfono. Se oye todo. Están invitando a una tal Gilda a comer a su casa el sábado. “¿Estáis seguros?”, quiero decirles, mientras decido que la mascarilla será ahora un brazalete. Gilda no puede. La mujer del vino se va y dos chicas se disponen a ocupar su mesa. La camarera les advierte de que aún no ha higienizado la superficie. Les dice que es por su bien. Se sientan igualmente. “¿Tienes vermut de grifo?”, le preguntan. “No, pero tengo vermut de Murcia”. Es momento de cambiar de bar.

Son casi las 14.00 y lo que no está cerrado, está lleno. Hay gente pero sigue sin haber ruido. La ciudad que nunca calla lleva dos meses en silencio. En otras zonas de Madrid parece que ya diluvia y las noticias que llegan apuntan a que nadie se ha movido de sus mesas. Hace falta mucho más para sacar a un madrileño de su mesa en la acera, una pandemia, por decir algo. Aquí, que gozamos de mejor clima para poder atraer al turismo, el sol aún pega fuerte.

Encuentro mesa en un mexicano. Se me une un grupo de amigos que parece sacado de un arca de Noé del confinamiento. Una persona que teletrabaja, un empresario que lleva toda la mañana viendo si abre su restaurante o no, una chica que decidió dejar su trabajo más o menos cuando lo del murciélago y otra que ha pasado, en parte por motivos laborales, en parte por motivos no confesables, más tiempo en la calle que en casa durante el confinamiento. Ha puesto una lavadora, celebra. Pedimos. Hace tiempo que no nos vemos. Se hace un silencio extraño. ¿Y ahora qué? No sé… ¿comemos en casa el sábado?

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