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Foto cortesía del entrevistado.

Porteros

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        A mi amigo Christian Joel, el mejor portero que conozco

El portero llora. La pelota, estrella fugaz que apenas ve, golpea las redes, iracunda, y provoca un delirio sin parangón. Todos celebran embriagados por el gol, mientras él, con la impotencia opacando sus ideas, seca sus lágrimas con pudor. No quiere que nadie lo vea. Nadie lo ve, de hecho. Encerrado entre los tres palos, acapara tan pocas miradas que, ni siquiera cuando la pelota lo vence, deja de ser una figura irrelevante a los ojos del aficionado.

A la gente le interesan los goles, y el portero, villano confeso, dedica sus esfuerzos a evitarlos. Sumergido en una soledad aterradora, aguarda por la oportunidad de lucirse en alguna jugada de gol, pero a la vez agradece que nadie le inquiete. Por eso también esconde bajo el uniforme una figura sorprendentemente paradójica.

El fútbol es un gran deporte. Por ello resulta incomprensible que — ¡maldito absurdo!— guarde toda su ingratitud para aquel lejano ser atado al arco. Desde el inicio, cuando el celebérrimo personaje que creó este deporte ideó el gol como momento de máxima tensión, debió imaginar que situar a alguien para impedirlo sería una tarea demasiado cruel, casi una tortura tácita.

Es entonces cuando el gigante se erige y salva a su equipo. Vuela por los aires y saca a la gente las manos de sus bolsillos, las coloca en sus cabezas y les alivia el alma. Evita el gol, frustra la alegría de muchos, el orgasmo del fútbol, pero a la vez unta de bálsamo la esperanza de los suyos y comienza a ser venerado. Cambia su rol y el terrible villano que opaca el espectáculo adquiere el rol de héroe. Todo ser humano tiene el poder de la revancha: si fallas, la vida te ofrece la oportunidad de resarcirte.

Sin embargo, la sicología del portero difiere de la del resto de los jugadores. Está preparado para cualquier tipo de situaciones. Ordena desde su puesto de visión privilegiada y zurce los huecos tácticos con sabiduría. Un error no puedo derrumbarlo. Sabe que, unos minutos después, podrá enmendar su pifia. Hay conjeturas que parecen infalibles y esta es una de ellas.

La estética que rodea al balón es incomparable: caños, gambetas, elásticas, espaldinhas, sombreros… atajadas. Ser arquero no es cosa fácil. Sacas 20 pelotas de gol y si fracasas perece tu figura a los ojos de la gente. Vives en el vórtice del huracán. Ganas poco y pierdes mucho. Luchas contra la quintaesencia del espectáculo y solo tú y unos cuantos locos más entienden la dosis de vitalidad que ello conlleva. 

Todo parece un despropósito. Sin embargo, el portero tampoco es una víctima. Ama lo que hace y disfruta lo mismo que el aficionado más pasional: estropearle las fiestas a los rivales. Es, casi siempre, el más alto y el de mejores reflejos. Observa el juego desde un sitio exclusivo. Guardián de la cabaña, ofrece sus dotes en beneficio del resultado. Moriría, si esto significa que su valla no caerá.

Puede que parezcan irrelevantes, pero ahora que lo pienso, algo me dice que si en la vida me hubiera dado la posibilidad de jugar al fútbol decentemente, hubiera sido portero.

(Versión de un artículo publicado por el autor en Juventud Rebelde)

La frase:

Los goles sufridos acechan, siempre. Uno no recuerda los que salvó, sino los que le metieron. El arquero que no tenga ese tormento interno, no tiene futuro.

Lev Yashin.