Mi obsequio al Día de África

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Efecto del destructivo poder enemigo sobre las instalaciones de Cuito CuanavalePastor Batista

Hoy 25 de mayo todas las personas, organizaciones, organismos e instituciones justas del mundo volverán su mirada hacia África, al celebrarse el día de ese continente, formado por 55 países, más de mil millones de habitantes y 30 millones de kilómetros cuadrados.

En un reciente mensaje de gratitud hacia Cuba, con motivo de la efeméride, Thomas Kwesi Quartey, Vicepresidente de la Comisión de la Unión Africana, evoca la batalla de Cuito Cuanavale.

“Tuvo lugar —escribe Kwesi— cuando las fuerzas angolanas, con el apoyo de las fuerzas internacionalistas cubanas rechazaron la incursión del apartheid sudafricano en Angola, lograron la independencia de Namibia y eventualmente la derrota del apartheid, que conllevó a la liberación total del continente africano y a la puesta en libertad de Nelson Mandela. El resto, como dicen, es historia.”

Actualmente, bajo el título de Arma secreta de Cuba en Angola, la Editorial Pablo de la Torriente Brau tiene en proceso de edición un libro que sintetiza en 30 relatos la huella humana dejada por los internacionalistas cubanos en esa nación africana durante los años 1988 y 1989.

Como el autor del texto es precisamente quien escribe estos apuntes, me place adelantarles a los lectores uno de los pasajes, expresión del arrojo mostrado también por muchos combatientes angolanos: realidad no por todos conocida o reconocida.

Más que adelanto, sea —en retrospectiva de una epopeya conjunta que el tiempo no podrá borrar— mi modesto obsequio a ese sufrido continente, donde yacen y siguen germinando parte de nuestras raíces como nación: 

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El soldado “Veneno”: querido por los cubanos, admirado por sus compatriotas

Veneno en Cuito Cuanavale

—¡Venenooooo!

La voz se filtra por entre la maleza, sortea refugios, salta trincheras y se encarama hasta la copa del alto árbol donde, apacible como felino, pero con mirada de halcón, el soldado angolano José Miguel Morales, conocido como Veneno, observa el vasto territorio que se extiende ante él.

Al percatarse de la necesidad de su presencia, allá abajo, se desliza, con ayuda de los gajos del árbol y de los peldaños de la rústica escalera, hasta llegar donde su jefe inmediato.

Tras recibir las orientaciones pertinentes, trepa con la misma facilidad y vuelve a ocupar su sitio en el puesto de observación. “No puedo distraerme”, se dice a sí mismo, consciente de cómo la sensación de calma, la tenue brisa y el silencio, acaban creando un peligroso sopor en quien vigila con el propósito de sorprender y no para ser sorprendido.

Aunque la lejanía no permite apreciar detalles, ante sus ojos yace el efecto dejado por los proyectiles G-5, G-6 y otros medios artilleros del enemigo, en contubernio con el destructivo poder de la aviación sobre el pequeño caserío, del cual, como escribió un joven colega, tuvieron que irse hasta las hormigas, dejando atrás sus palacios, en forma de pirámide, viviendas vacías, construcciones de barro y de guano agujereadas o semidestruidas por la misma metralla que ha calcinado la vegetación.

“No puedo entretenerme”, vuelve a aconsejarse el mocetón soldado, convencido de que en cualquier momento puede aparecer un avión y…

“Si mi jefe no me mata, yo me muero de vergüenza”, concluye, solo de imaginar que un Mirage entre en la zona, cause estragos y él no lo vea a tiempo o se le encasquille el lanzacohetes portátil.

Gracias a esa atención, permanente, cuentan que meses atrás le había coloreado en gris el día a uno de esos aparatos enemigos, en medio de una importante operación.

Semisoleada, la tarde parece no avanzar cuando, por fin, seis aviones irrumpen, como diminutos puntos en el horizonte.

Un escalofrío le baja como descarga eléctrica por la columna vertebral. Es el momento en que a cualquiera le sobreviene el erróneo impulso de desprenderse escaleras abajo, en busca de protección. Pero no es eso lo que Veneno aprendió de los cubanos. Sabe muy bien que, en un caso así, el flechero debe ser una bola de coraje, plantarse con todo lo que tiene, llenarse de ecuanimidad, apuntar bien, no equivocarse en sus cálculos y partirle la vida al agresor antes de que él te la parta a ti, a tu hermano de trinchera o peor aún: a la nativa embarazada, al niño que corre aterrorizado por el quimbo, al anciano que ya ni correr puede…

“Ese que viene por la chana es mío; no se me puede escapar. Acércate un poco más, ven, ven; eso es, te tengo, ¿apenas un kilómetro? creo que sí, ya, no puedo esperar más…”

Con el lanzacohetes apoyado en pleno hombro, la mano izquierda convertida en firme sostén, la derecha lista para halar el disparador y la respiración detenida en el interminable tiempo de los últimos segundos, Veneno semeja más una obra tallada en mármol negro que el soldado en cuyo mentón late, a todo tren, la vida a golpe de pulsaciones.

Por fin la sacudida lo hace tambalear, aunque quizás no tanto como otras veces. ¿O será que los nervios lo tienen petrificado? Al diablo con todo. Lo importante es que el proyectil surca el espacio, ya no lo puede parar nada y lleva muy bien definidas sus justas intenciones.

—¡Pues claro que sí! —grita, al tiempo que se levanta las anchas gafas, en entusiasmado intento por apreciar mejor si es cierto o no el humo que empieza a despedir el aparato enemigo, a medida que banquea, en vano intento por regresar sobre su propio itinerario.

La emoción, la distancia y la urgencia de crear condiciones para volver a disparar, en caso de que, por revancha, otro Mirage la emprenda contra esa posición, le impiden al joven soldado disfrutar un desenlace que, de cualquier manera, ya le sabe a gloria, estréllese contra la tierra el aparato, logre aterrizar en pésimas condiciones, antes, o en la pista de donde despegó.

Una segunda detonación tiene lugar. Pero no procede de arma antiaérea alguna; viene de la garganta de quienes multiplican la onda expansiva verbal de la noticia.

—Es uno de los mejores camaradas nuestros —me dice, orgulloso, Lucas Pedro Ignacio, jefe de examen médico en la unidad de las FAPLA— se lleva como hermano con los demás y aquí todo el mundo lo quiere.

Solo cuando está seguro de que el peligro “ha pasado”, Veneno vuelve a descender de su trono antiaéreo. Abajo le esperan los abrazos más fuertes que ha recibido. Arriba, en el reducido cuadrante que ocupa la plataforma de observación, ha acabado de sentir, imaginariamente, el beso más estimulante de su existencia: el de su madre y demás familiares, a quienes no ha vuelto a ver, ni a contactar, desde que se despidieron, allá en Malange, hace un lustro… años que, en verdad, le parecen cinco largos e interminables siglos.