La vuelta al mundo en cuatro horas: así es terminar el maratón de Nueva York
by Ignacio Vasallo- Nueva York tiene el rey de los maratones, el más global, el más divertido
- Es el único que permite dar la vuelta al mundo en unas cuatro horas
- "El esfuerzo ha sido intenso pero la felicidad eterna"
Lo que hace veinte años parecía una machada de atletas cualificados, correr un maratón, está hoy día al alcance de cualquier paisano o paisana, que se haya entrenado unos tres meses. Los veteranos cuentan sus experiencias a los nuevos candidatos y va aumentando el número de los aspirantes. El resultado es que las cifras de participantes crecen hasta los mismos límites de la capacidad de carga del recorrido. En algunos casos son más de 50.000 los corredores y dos millones los aplaudidores. Es el caso de Nueva York.
Y es que el de Nueva York es el rey de los maratones, el más global, el más divertido, el único que permite dar la vuelta al mundo en unas cuatro horas- los que tardan menos no tienen tiempo para disfrutar y los que tardan más van ya destrozados desde que han pasado el primer continente- simplemente recorriendo los cinco distritos de la ciudad.
Se arranca en Sídney, en Staten Island, donde los corredores han pasado un par de horas estabulados en corralitos. Poco a poco van saliendo hacia el puente Verrazano al que le da un tembleque cuando se llena de corredores. La excitación es máxima. Se ve toda la bahía. Solo los profesionales se han escapado, el resto tiene que competir para encontrar el hueco donde poner el pie. Se van haciendo las primeras amistades, que ya sabes que son amores de verano. Al llegar a Brooklyn entras en América: casas bajas y altos edificios, avenidas variadas y barrios rusos, ucranianos, afroamericanos, y los conocidos Bushwick y Sunset Park , destacadamente caribeños. Al pasar suenan las orquestas que se han instalado en la calle -si el tiempo lo permite, y si llevas algún signo identificador de tu país o de tu nombre, te animan en tu idioma al tiempo que te ofrecen un gajo de naranja o medio plátano. Al llegar a la zona jasidica de Williamsburg no hay nadie en las aceras- allí el domingo no es festivo. Alguna niña inocente y abundantemente bien vestida sonríe, ignorando, todavía, el escándalo que provocan tantas muchachas corriendo en cortos pantalones. A lo lejos los negros sombreros y los tirabuzones nos hacen creer que están rodando una escena de Unorthodox.
Con la animación las endorfinas se han apoderado del corredor, los kilómetros pasan sin esfuerzo. Cruzas por un pequeño puente a Queens, el distrito más extenso y también, dicen, el más diverso étnicamente del mundo. Allí conviven o más bien viven cerca, griegos, colombianos, irlandeses, caribeños y la mayor comunidad si fuera de la India. Los latinos son los que más animan a los corredores con animadísima música y movimientos de caderas. Como ya estamos cerca de la una, los irlandeses han sacado sus jarras de cerveza y nos miran claramente divertidos sin albergar la más mínima duda de quién esta aprovechando mejor la mañana del domingo.
Has recorrido la mitad del camino y sigues con el subidón. Solo te queda atravesar el Bronx, donde el caribe se mezcla con África. Se acerca uno de los momentos más emocionantes, los edificios de Manhattan están ahí enfrente. Cruzas entre gritos que el eco reproduce, el puente de Quensboro. Ya te has olvidado de los amores de verano y solo piensas en ti mismo y en los kilómetros que faltan para llegar al muro y te viene a la cabeza ese dicho tan repetido "el maratón se compone de dos partes exactamente iguales, la primera de treinta y cinco kilómetros y la segunda de siete kilómetros ciento cuarenta y cinco metros"
Ya estás en Manhattan, tienes que correr ochenta manzanas, para iniciar el camino a la meta. Antes corrías en dirección norte, ahora lo haces hacia el sur. El muro ha producido estragos, las unidades de auxilio, un verdadero hospital de campaña, están ocupadas por los que claman ayuda para continuar. Ya se ven los ojos perdidos y alguno que se ha despistado corre hacia el norte pensando que está rodeado de locos que van en la dirección equivocada.
Bajas la mirada, solo importan los próximos veinte metros, ya no corres con los pies sino con la cabeza. Cruzas Harlem, donde África se mezcla consigo misma y llegas a la 125 donde empieza el Central Park, en plena introspectiva; te has ido encogiendo, eres un ser miserable al que le quedan siete kilómetros cuesta arriba, y de repente oyes tu nombre: "Go Ignacio Go", que llevas escrito en la camiseta. Lo grita el mundo entero a ambos lados del estrecho pasillo que han dejado libre como en una etapa del tour de Francia y te vienes arriba. Tú no puedes defraudarles, son blancos, negros, asiáticos, jóvenes viejos, niños, todos están decididos a llevarte en volandas hasta la meta.
Miras a tu compañero o compañera, el de verdad, si es que habéis tenido la suerte de llegar juntos hasta aquí y os dais la mano con la promesa de ir unidos hasta que la meta os separe. Duele todo el cuerpo, cada paso es un martirio, pero ahora ya no hay marcha atrás. Entras en el corazón de Europa, a tu izquierda ves el Upper East Side, quizás el barrio más rico del mundo y a sus distinguidos habitantes que, por un día, parecen gente normal. Al fondo la elegante línea de la 59. Cuando parece que has llegado aún te falta el último tramo miras al oeste y oyes el ruido de la meta. Entonces es cuando te adelanta una negra- aquí se dice afroamericana- de unos ciento treinta kilos y te juras entrenar mejor el próximo año.
Al fondo el reloj marca los tiempos. Cruzas la meta con cierta incredulidad y recoges tu merecida medalla. El esfuerzo ha sido intenso pero la felicidad eterna.