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Las protestas vuelven a las calles de Hong Kong por el intento de aprobación de la ley de seguridad nacional por parte de China

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Estados Unidos-China: ¿hacia una nueva guerra fría?

China se apresta a votar una nueva ley de seguridad nacional con la que espera sofocar las protestas en Hong Kong, enviar un mensaje a una Taiwan apoyada por Estados Unidos. Mientras, recrudecen las tensiones económicas y políticas entre ambas potencias, con la crisis del coronavirus de fondo.

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Mientras gran parte de la humanidad todavía se debate entre la salida del confinamiento y la perspectiva ominosa de la crisis económica, social y política que está dejando a su paso el coronavirus, las movilizaciones y la represión volvieron a las calles de Hong Kong. Miles de manifestantes desafiaron las prohibiciones impuestas desde el inicio de la pandemia y salieron a protestar contra la nueva ley de seguridad nacional que impondrá China con la complicidad del impopular gobierno de Carrie Lam, para “restaurar el orden” y liquidar el movimiento que desde el año pasado viene enfrentando la ofensiva del régimen chino sobre las libertades democráticas y la autonomía, y también la creciente desigualdad en uno de los principales centros capitalistas.

Esta nueva legislación dejará las manos libres al Partido Comunista Chino y a su par hongkonés para acusar a cualquier opositor político de “terrorismo”, “separatismo” o “agente de injerencia extranjera”.

En el plano interno, es evidente que con esta medida, el gobierno de Xi Jinping busca dar un mensaje disciplinador no solo hacia los activistas de Hong Kong sino sobre todo hacia los trabajadores del territorio chino, donde crece la probabilidad de conflictos sociales y crisis políticas a la sombra del coronavirus y el desempleo. En síntesis, busca fortalecer sus rasgos bonapartistas y de paso renovar base social apelando al nacionalismo más reaccionario.

La otra dimensión de esta medida del gobierno chino es geopolítica, y su lectura es incomprensible por fuera del recrudecimiento de la disputa con Estados Unidos. Lo que hizo China fue dejar en claro cuáles son sus “líneas rojas”: la ofensiva sobre la semi autonomía de la que goza Hong Kong, garantizada por el acuerdo de 1997 entre China y Gran Bretaña, es un tiro por elevación a Taiwán –que China reclama como territorio propio- y una advertencia a los líderes de las potencias occidentales, en particular Donald Trump, que amenaza con reconocer a Taiwán como país independiente.

La ley es una de las votaciones más importantes que tendrá lugar en la asamblea legislativa china, que está sesionando esta semana. Este pseudo parlamento, integrado por 3000 delegados del Partido Comunista Chino, entre quienes se encuentran empresarios y otros miembros de la burocracia gobernante, condensa la elite política y tiene por función validar la dictadura bonapartista del ejecutivo. Su valor reside en brindar la escenografía para el despliegue simbólico del poder de Xi Jinping ante la audiencia interna –empezando por el propio PCCh- y ante competidores, aliados, vasallos y socios comerciales de la segunda potencia económica y principal rival de los Estados Unidos.

Esta sesión había despertado particular interés por ser la primera exposición pública de la política estatal para hacer frente a los estragos que viene haciendo el coronavirus, entre ellos una caída del PBI de 6,8% en el primer trimestre del año (la primera contracción en cuatro décadas) y la suba del desempleo que se acerca según cifras oficiales a los seis puntos. Los objetivos de la burocracia gobernante, expresados en el discurso de apertura del primer ministro, están ajustados a los tiempos que corren: el eje estuvo puesto en el desempleo, no hubo metas de crecimiento anual del PBI (algo que no sucedía desde 1990) ni tampoco referencias a la eliminación de la pobreza, un objetivo establecido en 2010 que debía alcanzarse este año. Estos números ponen límites al triunfalismo por el éxito relativo (y cuestionado) de la burocracia china en el control de la expansión del coronarivus.

Pero sus rivales no están mucho mejor.

El impacto sanitario y económico del Covid19 en Estados Unidos, agravado por la política negacionista y uniltareal de Trump, deterioró aún más el liderazgo mundial norteamericano. Y esa orfandad hegemónica es la oportunidad que aprovecha China para postularse como reemplazo, apelando al “soft power” lo que incluye hacer donaciones generosas a la Organización Mundial de la Salud, o enviar suministros para ayudar a países occidentales devastados por la pandemia, como Italia, y de paso meter una cuña en la Unión Europea.

Por razones estratégicas y político-electorales, Trump está en una brutal cruzada antichina, a tono con su eslogan de campaña de “America First”.

La guerra comercial, que había entrado en pausa en enero, volvió en una versión recargada con Huawei en el centro de la disputa. Washington busca darle la estocada final lo que puede tener consecuencias en la industria tecnológica si China decidiera por ejemplo, afectar firmas norteamericanas con importantes inversiones en su territorio como Apple.

El Secretario de Estado, Mike Pompeo, fue el encargado de divulgar la teoría de que el virus –al que Trump sigue llamando “virus chino”- fue creado en un laboratorio en Wuhan y desde ahí se esparció por accidente (o incluso de forma deliberada). Claro que de este “cuento chino” no tiene ninguna evidencia, como tampoco las tuvo en su momento Collin Powell, el secretario de Estado del gobierno de George W. Bush, cuando usó la mentira de las armas de destrucción masiva para justificar la guerra y ocupación de Irak.

El presidente norteamericano acusa al gobierno de Xi Jinping de ser el responsable de la pandemia de coronavirus, y por consiguiente, de la depresión económica mundial causada por el confinamiento. El interés de Trump es doble: en política exterior busca aliados para condenar a China y hacerle pagar un costo económico y político. Hasta ahora, alineó parcialmente con esa línea a sus aliados tradicionales en la región: Australia y Japón. En el plano interno, apremiado por la campaña electoral, busca culpar a China por los 100.000 muertos y los 40 millones de desempleados que tiene hasta ahora Estados Unidos y está en una competencia con su rival demócrata, Joe Biden, para ver quién es el más antichino.

Esta renovada hostilidad llevó a que el ministro de relaciones exteriores chino, Wang Yi, denunciara que Estados Unidos está empujando a los dos países al borde de una nueva guerra fría.

Sin dudas la analogía es tentadora aunque imprecisa. La primera gran diferencia es de carácter ideológico, por denominarlo de alguna manera. China no representa un sistema alternativo al capitalismo, como a su manera, a pesar de la burocratización y las tendencias restauracionistas, representaba la Unión Soviética. Es sí otro tipo de capitalismo, con fuerte dirigismo estatal, pero capitalismo al fin. La segunda es económica y se deriva casi mecánicamente de la primera: las economías de China y Estados Unidos tienen una alta interdependencia, incluso después de cuatro años en los que Trump intentó desacoplar la economía norteamericana a fuerza de tarifas y políticas proteccionistas. Mientras que la Unión Soviética y Estados Unidos prácticamente no tenían ninguna relación comercial, China sigue siendo detrás de Japón el principal tenedor de bonos del Tesoro norteamericano, y es una parte esencial de las cadenas de suministro y valor de numerosas corporaciones imperialistas.

Esto hace que la disputa sea de otra naturaleza.

La Casa Blanca publicó un nuevo documento que sintetiza la política norteamericana hacia China, en línea con la estrategia de seguridad nacional de 2017 que puso al gigante asiático primero en el podio de las amenazas a la seguridad de Estados Unidos, seguido de lejos por Rusia. Este documento que el 20 de mayo fue enviado al Congreso, lleva la rúbrica de todas las agencias del estado norteamericano –del área económica, diplomática, de defensa y seguridad- que han cerrado filas detrás de una política que tiene como principio ordenador la hostilidad y la competencia, lo que tiene consecuencias económicas, políticas y militares. Y en el plano estratégico, en el que se juega el liderazgo imperialista, no hay ninguna grieta entre demócratas y republicanos.

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