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Manuel Méndez muestra una foto de su mujer delante de su lápida, en el cementerio de San Mauro, en PontevedraRAMON LEIRO

El abuelo ciego y retranqueiro al que el cementerio le devolvió la alegría

Lo que más extrañaba en la cuarentena Manuel, de 89 años, era la visita diaria a la tumba de su mujer

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Lo habitual es ir al cementerio a llorar. Pero Manuel Méndez, la retranca hecha abuelo, va al camposanto de Pontevedra a diario para ser feliz. Llega allí con su hija Lola, en un coche verde al que llaman «a mazá», saluda la tumba de su mujer, Digna, y ya se pone contento. «Eu miro para a lápida e dígolle, bos días María, aínda que se chamaba Digna, pero eu dicíalle así porque Marías son todas as mulleres... e xa me poño contento. Logo sentamos aí nunhas cadeiras e botamos máis dunha hora. Se da a sombra estou ao lado da lápida e se hai sol enfronte», explica Manuel. Este hombre, que sufre ceguera desde hace casi una década, repite ese ritual a diario desde hace seis años, cuando enviudó. Primero, con algo de sorna, dice que vive cerca y que lo del cementerio «é un paseíño e punto, por dar unha volta e saír da casa». Luego, los ojos se le ponen vidriosos, se endereza en la silla de plástico que guarda en el camposanto y confiesa: «Despois de toda unha vida xuntos, pois veño aquí e é como se seguira con ela».

Manuel es de Pontevedra y su mujer también lo era. Se conocieron en un baile cuando no alcanzaban ni los veinte años. Tuvieron un noviazgo largo, de diez años, y después llegó la boda y su gran prole. Tuvieron nueve hijos. Manuel era zapatero en su barrio y Digna cuidaba dos vacas, Pinta y Marela, y una pequeña huerta. Amén de criar a los niños. Pero las cuentas no acababan de darles nunca. «Non gañaba nin para levar aos rapaces ao médico... era todo unha miseria. Así que tiven que deixar o de zapateiro», explica el hombre.

Se empleó en una fábrica de puertas. Y pasó media vida cortando tableros, hasta que una guillotina decidió cortarle a él cuatro dedos de una mano. Muestra el muñón, vuelve a sonreír y dice: «O peor é que cortei os catro dedos e quedou atrás o gordo. E os do seguro dixéronme que ese valía máis que os outros todos... fíxate ti. Se os cortara todos igual a pensión era mellor. Pero non che foi así», explica. A raíz del accidente, se jubiló. Ya había cumplido los sesenta años.

«Gastáronseme os ollos»

Ni él ni Digna pudieron disfrutar demasiado. Ella tuvo alzhéimer y a él le tocó ver cómo su compañera de vida se iba quedando, poco a poco, sin recuerdos y postrada en la cama.«Foi duro. Pero houbo que comelo como veu, non me ía poñer a dar cabezadas á parede», dice. Paralelamente, sus ojos dijeron basta. Su hija explica lo que le pasó con palabras técnicas. Él lo resume a las bravas: «Gastáronseme os ollos e punto. E ala, quedei cego. O médico dixo que era como cando as rodilleras dun pantalón se gastan e primeiro aparecen os fíos e despois xa o burato».

Sin Digna y sin visión, pudo haberse hundido. Pero Manuel no entiende de pesimismo. Dejó el piso al que se había mudado con su mujer porque tenía placa eléctrica «e ao ir quentar a comida queimaba os dedos» y se volvió a su casa de siempre, donde se maneja con el butano para calentar la comida que le hacen sus hijos. La tele, pese a no verla, le entretiene. «Fai ruído e iso é bo» dice, y se ríe cuando piensa en el Ahora caigo o en que ve Luar porque «ao Gayoso hai que aturalo que leva aí moito tempo».

Pero lo que más espera en el día a día es su visita al cementerio. Le rompe la rutina y le permite volver a estar con Digna. Así que se llevó un disgusto cuando, a raíz del confinamiento, cerraron los cementerios. Lo recuerda y aparca la retranca. «Foiche duro. Trece horas na cama e o resto sentado na casa, a ti que che parece? Iso foiche difícil», afirma.

Manuel mira hacia la tumba. Está sentado a unos metros de ella para sortear el sol que pega en la lápida, en la que tuvieron que colocar un cartel para que no les roben las flores. Observa el cuadrado de mármol y dice que Digna «era como todos, cos seus fallos e os seus acertos...». «Ás veces discutiamos pero despois, despois pasaba todo». Se emociona. Se le pregunta si el cementerio le pone triste. Y recupera la sorna: «¿Triste? Aquí ninguén che protesta. Aquí estanche todos calados», dice y vuelve a echar una risotada amplia, llena de la vida que a él le da el camposanto.