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Mark Twain, autor de “Las aventuras de Tom Sawyer”. Ernest Hemingway, coterráneo del escritor, afirmó alguna vez que la literatura moderna de Estados Unidos parte del libro “Huckleberry Finn”.
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El nuevo arte de perder

A comienzos de marzo, un día antes de regresar a Bogotá y entrar inmediatamente en cuarentena visité, con mis amigos Fernando y Nieves, en Worcester (Massachusetts), la tumba de esta gran poeta de los Estados Unidos y leí allí en voz alta este poema que en su inicio dice: “El arte de perder se domina fácilmente; / tantas cosas parecen decididas a extraviarse / que su pérdida no es ningún desastre”.

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Hay veces en que deseo sinceramente que Noé y su comitiva hubiesen perdido el barco.

Mark Twain

La poeta norteamericana Elizabeth Bishop, en su conmovedor poema “Un arte”, nos recuerda la belleza que trae ese arte de perder que también tiene mucho que ver con el arte de extraviar y, por supuesto, de olvidar. Es el perder objetos, llaves, fotos, instantes y seres amados, entre tantas otras cosas. A comienzos de marzo, un día antes de regresar a Bogotá y entrar inmediatamente en cuarentena visité, con mis amigos Fernando y Nieves, en Worcester (Massachusetts), la tumba de esta gran poeta de los Estados Unidos y leí allí en voz alta este poema que en su inicio dice: “El arte de perder se domina fácilmente; / tantas cosas parecen decididas a extraviarse / que su pérdida no es ningún desastre”. Ese mismo día, en la tarde, fuimos hasta Amherst a la casa de Emily Dickinson, la inmensa casa amarilla donde la poeta no solo vivió y escribió, sino donde decidió voluntariamente confinarse los últimos veinte años de su vida en un claro ejercicio de libertad y desapego por la vida exterior o porque, quizá, fue consciente, como lo había anticipado ella misma, de que “era muy tarde para el hombre, / pero temprano aún para Dios”. Esas peregrinaciones adonde dos de las más grandes poetas de la lengua inglesa eran, quizá, la premonición de un tiempo nuevo que estaba por llegar y que desconocíamos o una forma de despedida de un tiempo que a lo mejor no volverá. Era mi último día en aquel mundo —anterior a la pandemia—, que ahora veo lejano y remoto, antes de recluirme indefinidamente.

Recuerdo ahora ese poema de Bishop porque esta peste ha interrumpido nuestras vidas y rutinas, y nos ha mostrado la cara más cruda de ese “arte de perder”. Nos hemos confinado en nuestras cavernas y en nuestros búnkeres para habitar la extrañeza y redefinir nuestras soledades. Quizás ahora somos más conscientes de los rituales cotidianos, de aquellos tesoros de la vida diaria que hemos perdido por atender las urgencias de lo inmediato. Hemos recuperado, también, otros instantes de interioridad, de conversación en familia, de reencuentro con los libros, algunas películas y las canciones de siempre, pero sabemos que nada volverá a ser como antes cuando pasemos la página larga de este encierro. Algo habremos perdido al final de la jornada porque, como diría el poeta checo Jaroslaw Seifert, “todos los días del mundo algo hermoso termina”.

Estamos acostumbrados a aplazar y postergar todo, desde una cita, un encuentro con un viejo amigo hasta los grandes y puntuales sueños. De repente este virus nos golpeó y nos mostró el abismo en su mayor nitidez. De tanto postergar lo íntimo y verdadero a cambio de idealizar y entregarle el tiempo al universo Google, Facebook, Twitter o Instagram, fuimos recompensados con una vida virtual, distópica como esos mundos que tantos escritores imaginaron y relataron en innumerables textos. Abusamos del término “viral” y llegaron virus que destruyeron archivos y nos robaron información, y ahora llegan otros, vivos, que aniquilan nuestros cuerpos. Al principio parecía una broma de mal gusto, pero poco a poco nos dimos cuenta de que se trataba de una certeza y una nueva realidad. Allí está el poder premonitorio de la poesía sobreviviendo y acompañándonos mientras se revelan las profundas grietas de un capitalismo salvaje y avasallador, de una condición humana egoísta que no supo cuidar un planeta cuya tecnología y poderío militar no previeron que en la edad del miedo un estornudo o unas cuantas babas derrotarían la arrogancia y mezquindad humanas.

Solo espero que después de la peste seamos seres más empáticos y solidarios, y que entendamos que del destino del otro depende también el nuestro. Cuando escucho a los músicos y poetas, a las gentes en los balcones aplaudiendo a los valientes médicos y enfermeros me lleno de optimismo. Cuando escucho a los gobernantes y a los banqueros tomar decisiones me lleno de profundo pesimismo. Quizás algo viene en el ADN humano desde hace muchos siglos y a lo mejor, después de esto, solo cambien algunas pocas prácticas sociales y volvamos al ruido, al bullicio que no nos deja escuchar el canto de los pájaros y las canciones eternas. Cuanto más leo y veo noticias más escéptico me vuelvo respecto a nuestro futuro inmediato. Tengo la seguridad de que después de esto estaremos más vigilados y seremos menos libres. Por eso mi fe regresa cuando leo a mis poetas de cabecera, porque estoy seguro de que, como lo ha hecho en todos los tiempos, la poesía nos dejará el más hermoso o el más terrible testimonio de esta época que nos tocó compartir y vivir en cuarentena a la humanidad entera y que las futuras civilizaciones sabrán desde su asombro los signos de un tiempo de preguntas e incertidumbres. Quizás así, nos recordaría el inolvidable García Márquez, “las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan de una vez y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.

Qué lección de humildad ha dejado este virus a toda la soberbia humana. El pánico colectivo y sus tentativas de catástrofe apocalíptica han agitado de forma inesperada todas nuestras emociones. Hemos confirmado una vez más que somos muy inferiores a la naturaleza y que ni la tecnología, ni las redes sociales, ni el poderío militar han podido atajar la tragedia. La civilización de la pantalla, el imperio de los clics y los likes, y el exceso de información y de noticias falsas no han podido salvarnos de este cataclismo de la modernidad. Un microscópico virus llegó y nos obligó a recluirnos, y nos tocó volver a conversar y a reconocer la casa y a cambiar nuestras formas de consumo. Ahora usamos tapabocas y nos lavamos las manos y lo hacemos con miedo. Las noticias nos informan que cada día hay miles de muertos que intentaron atrapar un poco de aire para poder respirar. Antes de una nueva catástrofe nuclear llegó un bicho invisible y nos quebró en millones de pedazos, fragmentos y astillas imposibles de reconstruir en el rompecabezas de la historia y de la memoria y así, entre el polvo y las lágrimas, somos testigos de una nueva forma de la muerte y desde ese silencio y esa ceniza trazamos la cartografía de un nuevo y desconocido destino. Ya T. S. Eliot lo había anunciado: “Todo nuestro conocimiento nos acerca a nuestra ignorancia, / toda nuestra ignorancia nos acerca a la muerte, / pero la cercanía de la muerte no nos acerca a Dios. / ¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir? / ¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? / ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información? / Los ciclos celestiales en veinte siglos / nos apartan de Dios y nos aproximan al polvo”.

Escribo esto en un insomnio. Y no es el lugar común de afirmar que solo puedo escribir de noche. De hecho, me siento más cómodo haciéndolo durante el día, pero estoy desvelado, como lo están ahora mismo muchos de mis amigos, porque las noticias no ayudan y, por el contrario, “contribuyen a la confusión general”. El desánimo, las llamadas de emergencia y señales de auxilio bien podrían ser la banda sonora del momento. Los grandes temas de la humanidad pasan siempre por el visor de la poesía y su mirada crítica de la realidad. Es como si fuera un GPS de los asuntos de todas las épocas de la civilización. ¿Cuántos diarios del año de esta peste se leerán en el futuro y se están escribiendo en este mismo instante? ¿Serán esos diarios o relatos la brújula para entender lo que traerá el porvenir? Algo se detuvo y ya no hay vuelta atrás. Tendremos nuevos miedos y las palabras tendrán que ponerles nombres a cada uno de esos desconocidos temores. Estamos descubriendo nuevas formas de resistencia. 

¿Qué nombre le pondremos a esta incertidumbre? ¿Descubriremos algo de luz en esas fisuras y cicatrices que quedarán sin nombrar a los culpables? Espero que pase la peste para recobrar el abrazo de muchos amigos que quiero y extraño, de seres que amo y que no están conmigo y que el miedo que sienta sea por los gigantes de las leyendas y los monstruos fantásticos y no por los microbios invisibles que hoy evidencian nuestra fragilidad y nuestra fugacidad. Ahora el mundo está vacío y ese silencio lo ocupa la poesía mientras fabricamos algunos recuerdos que nos acompañarán para siempre. Ojalá para entonces seamos menos hostiles y algo hayamos aprendido con la seguridad de que el amor y la poesía nos salvarán del desastre sin temor al “arte de perder” para que “todos los días del mundo algo hermoso comience”.

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Federico Díaz-Granados

Cultura

El nuevo arte de perder

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