El país que desnudó la pandemia

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Mucho se ha elucubrado en las últimas semanas sobre cómo el coronavirus cambiará el mundo. Se ha dicho que regresará, y con fuerza, el gran gobierno, que el autoritarismo amenazará a la democracia, o que aumentará la religiosidad. Aunque también se ha sobredimensionado sus posibles efectos cuando se sentencia a muerte a la globalización, la misma que es el resultado principal del avance tecnológico y que no se detendrá.

Pero poco se formula sobre las carencias y los vicios que la pandemia nos desnudó como país. Porque la indisciplina exhibida, además de la corrupción, nos demuestra que las virtudes no se reparten democráticamente. ¿Cómo puede el país avanzar, de qué idiosincrasia estamos hablando, cuando los funerales multitudinarios son los de los criminales, como ocurrió hace unas semanas en Bello? ¿De qué capital social estamos hablando o cómo puede una región progresar si una alcaldesa, como la de Tumaco, angustiada y desilusionada, se queja porque cuando se busca a alguien para hacerle la prueba del coronavirus sale con toda la familia a enfrentar a la policía?

Claro que, si se trata del desarrollo del país y del bienestar de los ciudadanos, la pandemia desnudó la urgencia de cambiar el modelo de desarrollo, uno que hemos edificado con no pocos autoengaños. Así que hay que intentar hacer algo respecto a la mentalidad e idiosincrasia también hasta de los diseñadores o hacedores de la política. Y conste que no hablo de los populistas que proponen la entelequia de una renta mínima como si fuera el único gasto en una pandemia. Hablo de lo sorprendente que resulta lo poco críticos que son algunos muy citados directores de centros de pensamiento que aún creen que aquí hubo un gran esfuerzo para reducir la pobreza.

Lo que hubo fue un efecto estadístico, como ocurre con la sensación de riqueza monetaria en un pueblo donde cae la lotería —una bonanza minero-energética— y todo el mundo se va de fiesta. Se revaluó para sentirnos como los nuevos árabes y, para prolongar la verbena, se acudió al endeudamiento externo desde 2014. Eso era insostenible aquí y en Cafarnaúm.

Un modelo de desarrollo del que se anuncian loables propósitos de reducir los altos niveles de informalidad y desempleo, pero se omite indicar que nunca se logrará mientras el país mantenga exportaciones en montos menesterosos, lo cual es por demás reflejo de una baja productividad. Toda una tragedia porque el jodido no ahorra, queda por fuera de la órbita de las ayudas oficiales y, en momentos como el actual, es como pinchar en un carro sin llanta de repuesto.

Si queremos evitar hambre y sufrimiento, que el país quiebre o una nueva migración masiva, como la de finales de los 90, tenemos que reemplazar el modelo de desarrollo. Uno orientado a la reindustrialización nacional, la sustitución de importaciones, el consumo de lo nacional y duplicar o triplicar exportaciones. Hasta comenzar por tener una asociación de exportadores que realmente abogue por los intereses nacionales.

Y ahí no nos podemos equivocar. Porque no es cierto que para diversificar la canasta exportadora tengamos que liberalizar importaciones, como lo sugieren los autores del libro ‘Comercio exterior en Colombia: política, instituciones, costos y resultados’ del Banco de la República. Si el problema fuera que somos cerrados, no tendríamos un tremendo déficit comercial, que no es otra cosa que la pérdida de empleos tan necesitados en el país. Creo que en eso, José Antonio Ocampo tiene toda la razón, cuando señala que Corea comenzó a liberar importaciones décadas después del inicio de su auge exportador. Claro, a diferencia de Colombia, los coreanos tienen una mentalidad y disciplina que nada se parecen a las que se despliegan en ciertos municipios del país.

Pero, en todo caso, si una pandemia desnuda tantos vicios y un modelo de desarrollo caduco, bien vale la pena y estamos en la obligación de ensayar uno nuevo.

JOHN MARIO GONZÁLEZ