Providencia: La cuarentena decretada por Bolívar que duró 150 años
by Rosa RaydánUno de los decretos más longevos del Libertador Simón Bolívar estuvo movido por una pandemia. Lo firmó en 1828 y el objetivo era contener la propagación de una enfermedad milenaria que también era una estigma: la lepra. Para tal fin, quien entonces era Presidente de la Gran Colombia ordenó recluir a todos quienes la padecían en una isla triangular de tres kilómetros cuadrados enclavada en el Lago de Maracaibo. No fue hasta 1985, con Jaime Lusinchi en el poder y gracias a la vacuna de Jacinto Convit, cuando cerró sus puertas este leprosario —el primero del país— , que de tanta soledad se convirtió en un mundo aparte.
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Faltaban dos años para su muerte y para que se desmoronara la alianza política a la cual había consagrado su vida. En 1828, después de tanta guerra, Bolívar estaba dedicado a gobernar, aunque el ambiente estaba enrarecido. Fue el año de la Convención de Ocaña y de las pugnas más ácidas con Santander. El decreto para segregar a los enfermos de lepra, en la entonces llamada Isla de Burros, tuvo la rúbrica del Libertador el 5 de septiembre, veinte días antes de aquel famoso atentando en Bogotá del cual lo salvó Manuelita Sáenz empujándolo en pijamas por una ventana.
El Padre de la Patria bautizó al centro de reclusión como Lázaro, evocando al personaje que según el evangelio de San Juan murió víctima de la lepra pero recobró la vida gracias a aquella lapidaria sentencia de Jesús: “Levántate y anda”. La sabiduría popular también le puso el sombrío apelativo de “Isla de Mártires” hasta que décadas después alguien llegó con un título más benevolente pero igualmente evocativo: “Providencia”.
En su decreto, firmado en Bogotá, donde estaba la sede de su administración, Bolívar especificó que el dinero para mantener el centro provendría de las rentas generadas por el puerto de la Vela de Coro.
De Jerusalén a Maracaibo
Sobre cuándo llegó la lepra a Venezuela hay datos que se contradicen. La médica dermatóloga Ana María Zulueta refiere en una investigación publicada por la revista Dermatología Venezolana (Nro. 32), que la primera mención oficial que informa sobre un enfermo de Mal de Hansen en el país data de 1626, “en la persona de Don Pedro Gutiérrez de Lugo, para entonces Capitán General de la Provincia”.
La enfermedad se diseminó por todo el territorio nacional, teniendo como vector importante el tráfico de esclavos, sin embargo no fueron ellos los causantes del agudo brote que azotó el occidente a principios del siglo XIX y que llevó a construir el lazareto en Isla de Burros.
Registran los historiadores Jesús Ángel Semprún y Luis Guillermo Hernández en su Diccionario General del Zulia, que el paciente cero en Maracaibo entró en 1804 proveniente del territorio caribeño que hoy conocemos como República Dominicana. Tenía por nombre Domingo de La Vega, y junto a otros compatriotas suyos arribó a la ciudad portuaria huyendo de la cruenta guerra de Independencia en su país.
Antes de la Isla de Mártires, Venezuela contaba con un centro de reclusión para leprosos ubicado en Cumaná, inaugurado en 1750, y otro en Caracas, desde 1753. La idea es que el lazareto lacustre mantuviera en cuarentena indefinida a los enfermos del occidente de Venezuela, los Andes y las regiones colombianas circundantes. No obstante, el proyecto para este leprosario resaltaba por lo ambicioso, tanto por el nivel de atención que esperaba brindar a los enfermos como por las características de ciudadela más que de hospital. Se trataba de un lugar para vivir, no de convalecencia. Era una isla para, justamente, mantener aislada a esa población que nadie quería cerca y que muchas culturas bautizaron como “los intocables”.
A 14 kilómetros por siglo y medio
Bolívar no pudo ver la ciudadela que fue construida por orden suya, inaugurada medio año después de su muerte. Los primeros cinco huéspedes arribaron el 4 de julio de 1831 a la isla que sería su hogar definitivo. Meses más tarde la población superó los varios cientos. Allí emprendieron su convivencia mujeres y hombres víctimas de este mal lleno de malos augurios que les pudría la piel. Junto a ellos, personal de salud de toda escala jerárquica los acompañaba en su día a día. También sacerdotes y monjas que habían viajado desde España especialmente para prestar servicios en este lugar.
La isla puede divisarse a simple vista desde el Puente sobre el Lago de Maracaibo. Hoy solo quedan las ruinas en avanzado estado de deterioro. El hospital contaba con 17 pabellones para enfermos en diferentes etapas. En la isla convivían los enfermos con personal sanitario y religioso. Contaban con su propia moneda para evitar la propagación de la lepra
El hospital contaba con 17 pabellones para enfermos en distintas etapas. En las afueras había instalaciones dispuestas para una prefectura, dos iglesias que satisfacían las demandas religiosas de católicos y protestantes, una plazoleta, una biblioteca, una escuela de artes y oficios, una oficina de correos, un mercado, un atracadero, su propio ferry, viviendas para enfermos casados y solteros, un cine, bares y hasta una cárcel. La confirmación simbólica de que en esta isla empezaba y acababa todo era que contaba con una maternidad y un cementerio. Este último es lo único que hoy día, 35 años después del cierre, queda en pie como testimonio de siglo y medio de trashumancia.
Desde principios de 1900 Providencia contó con su propia familia de billetes y monedas que circulaban de forma restringida entre sus habitantes debido al temor de que el uso de dinero corriente propiciara los contagios de la peste más allá de los límites del territorio, ubicando tan sólo a 14 kilómetros de Maracaibo, que se traducen en unos pocos minutos en lancha. El Banco Central de Venezuela expone al público cada cierto tiempo las piezas de ese limitado cono monetario.
Las investigaciones del venezolano Jacinto Convit fueron las responsables del desalojo de la isla, que tuvo su clausura definitiva el 20 de agosto de 1985. Al convertirse la lepra en una enfermedad curable el aislamiento ya no era necesario. Los enfermos que aún se mantenían en estas instalaciones fueron trasladados al Hospital Cecilia Pimentel, en el sector marabino de Palito Blanco, donde tenían garantizada la superación del padecimiento.
Todavía Maracaibo alberga a sobrevivientes de Providencia cuyos testimonios pueden verse de viva voz o reflejados en distintos documentales hechos para revivir la historia de este particular asentamiento. Entre ellos, la realizadora Patricia Ortega estrenó en el año 2000 “Sueños de Hansen”, película que aborda la historia de la isla alternando ficción y realidad; y en febrero de 2020 los cineastas Israel Colina y Rubén Granadillo presentaron “Providencia, paisaje cultural y herencia numismática”, con el relato de la isla, dando protagonismo a su familia de billetes y monedas. También es amplia la bibliografía sobre el tema, despuntando la obra “Anotaciones históricas sobre la isla de Providencia”, escrita por Pedro Guzmán Gómez (1940-2019), quien desde 1979 fue médico residente en el leprosario.
Luego del cierre del lazareto varios fueron los proyectos que quisieron emprenderse en Providencia. Los más sonados, igual de antagónicos entre sí: un parque infantil temático al estilo Disney promovido por la iglesia católica y una cárcel de máxima seguridad anunciada por la Ministra Iris Varela. Ninguno de los dos puso cristalizarse, al parecer luego de reprobar los estudios de factibilidad del terreno. Hoy, la naturaleza ha vuelto a tomar posesión del perímetro y las edificaciones abandonadas, que hoy son corroídas por el salitre e invadidas de flora y fauna local. También suena que este no-lugar es lugar de paso de piratas lacustres de estos tiempos.
La historia de Providencia habla de soledad y también de compañía, de una cuarentena que hizo eterna pero también de la construcción de un hogar a partir de la circunstancia más indeseable, pero sobre todo es un relato humano de convivencia y solidaridad. La isla, que se avista de cerquita cuando se cruza en Puente Rafael Urdaneta y a la que justo se le pasa por encima cuando se llega a Maracaibo en avión, es hoy, en tiempos de coronavirus, el testimonio del ser humano que ama y que sobrevive.
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