Luis Barragán: De la virtualidad pontificada

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Luis Barragán @LuisBarraganJ

Hacia 2019, por ejemplo, hubo una crisis significativa de los servicios de agua, electricidad y transporte en la Universidad Simón Bolívar, parcialmente intervenida por el régimen. En lugar de las naturales diligencias por recobrar las mínimas condiciones de funcionamiento, incluyendo la protesta firme y vehemente de las autoridades, éstas promovieron la tele-educación para coincidir – así – con una dictadura que la asomaba como una buena herramienta de domesticación.

Por supuesto, una efímera alharaca por la virtualidad que encubrió toda omisión por la defensa activa y efectiva de la autonomía universitaria. Desde entonces, reconociendo la bondad de las plataformas, recursos y servicios tecnológicos, concluimos que la relación del aula virtual es accesoria al aula presencial, indispensable y principal experiencia para el complejo proceso de enseñanza.

A propósito de la consabida pandemia, el asunto ha ocupado un espacio estelar en la oferta de la usurpación, pero las realidades inexorablemente se imponen, porque las fallas del servicio eléctrico, la intermitencia y debilidad de la señal, y el costo de los equipos, contribuyen a la inmensa brecha digital de un país sumergido en la catástrofe humanitaria. En modo alguno, la situación llena los requisitos básicos para la propia existencia de las comunidades virtuales que reseña Nayesia María Hernández Carvajal, en un interesante artículo académico relacionado con la materia (“Comunidades académicas virtuales: dimensiones sociales, pedagógicas y tecnológicas”, en: Extramuros, Facultad de Humanidades – UCV, Caracas, nr. 30/2009).

En fecha reciente, Stefanía Giannini, subdirectora general de Educación de la UNESCO, al prologar un informe técnico del grupo de especialistas coordinado por Francesc Pedrá, observa el “experimento más audaz en materia de tecnología educativa, aunque inesperado y no planificado”, en tiempos de pandemia, cuyos resultados en el mundo está pendiente de la debida evaluación, prestándole atención a la brecha en cuestión (“COVID19 y educación superior: De los efectos inmediatos al día después”, UNESCO – IESALC, 13/05/2020). . El estudiantado desasistido, la escasa calidad de los equipos y los problemas de la conectividad, directamente nos remiten al drama venezolano respecto al aula inevitablemente complementaria que tiende a perder el sentido estratégico de una pedagogía presencial: cierto, tenemos las fortísimas limitaciones de la cuarentena, pero no menos lo es la oferta engañosa de la herramienta digital: prótesis de la inteligencia, al fin y al cabo, imposible de aceptar como la panacea. Además, ni siquiera el recordado auge de los viejos cursos por correspondencia, convirtió a la universidad en el fenómeno postal que los devotos del byte (digital, ni aun cuántico) supondrían.

Pontificando sobre la virtualidad, sus promotores callan ante un régimen que esperaba una mayor y más decidida de la autonomía y de la propia existencia de la universidad en lugar de acordarse con una gobernación usurpadora, como ocurre con la Universidad de Carabobo (https://twitter.com/UCarabobo/status/1263174458195546112), o el silencio de la Universidad Central de Venezuela, por el escabroso descuartizamiento de las yeguas de la escuela de Veterinaria de Maracay (https://twitter.com/VivaLaUCV/status/1263938524824379394). Por cierto, ¿dicen algo los representantes estudiantiles y profesorales de ambas casas de estudios?