Lectura del santo evangelio según san Juan 17, 1-11a
by El EvangelioEn aquel tiempo, levantando los ojos al cielo, dijo Jesús:
“Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a todos los que le has dado. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo.
Yo te he glorificado sobre la tierra, he llevado a cabo la obra que me encomendaste. Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese.
He manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado.
Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que tú me diste, porque son tuyos. Y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti”.
Reflexión
El apóstol quiere despedirse de sus colaboradores de la Iglesia de Éfeso y los convoca a Mileto. Va a viajar lejos y, además, presiente que su vida ya no se alargará mucho. No volverán a verlo, y quiere dejar consolidado su ministerio en favor de la Iglesia. Los presbíteros, responsables de una de las principales Iglesias fundadas por el Apóstol, son invitados a cuidar celosamente de la comunidad que se les encomendó.
Han de ser conscientes de que su tarea consiste sobre todo en predicar y dar testimonio vivo del Evangelio. Pero conviene que no olviden que el principal agente de esa labor es el Espíritu Santo. Pablo declara abiertamente cuál ha sido su propio ejemplo: una vida gastada en un constante esfuerzo misionero, no exento de numerosas persecuciones, y orientado a la conversión de las gentes a la fe en Jesucristo.
Exhorta a aquellos hombres a un servicio semejante al suyo, bajo la asistencia constante del Espíritu Santo y guardando fielmente el depósito de la fe. Esa es la trayectoria del verdadero misionero: predicar incansablemente, con la palabra y con la vida, el genuino mensaje de Jesús. Sin componendas y sin miedo, sabiendo que la tarea no será nunca fácil y encontrará frecuentemente oposición por parte de sus destinatarios y del ambiente que los rodea.
Poco antes de entregar su vida como último acto de amor, Jesús se dirige a su Padre en la oración que llamamos “sacerdotal”.
Ha llegado la hora. En una única mirada de fe, el evangelista contempla la hora de la cruz, suprema muestra del amor de Dios por la humanidad, y la hora de la resurrección gloriosa, respuesta desconcertante de Dios a la entrega total de su Hijo.
En esa glorificación del Hijo se manifiesta también la gloria del Padre, que ha consumado de esa insólita manera su proyecto eterno de salvación y de vida.
Jesús lleva consigo en la oración a sus discípulos. Él les ha dado a conocer ese proyecto de Dios sobre el mundo, y ellos lo han reconocido y lo han aceptado, y así han participado de su propia misión recibida del Padre. Jesús pide ahora que sean también asociados a su propio destino, aunque para ellos aún no ha llegado la hora de la partida.
Ellos seguirán en el mundo extendiendo su obra, proclamando la bondad de Dios con su predicación y su ejemplo, para poder estar también con él un día, participando de su gloria en la casa del Padre.
Esa es la tarea que nos toca llevar a cabo también a nosotros: proclamar la grandeza del proyecto amoroso de Dios, realizado en Jesús. Así el mundo podrá conocer a ese Padre que es Dios y al Hijo que nos lo dio a conocer.
Y podrá participar igualmente, un día, de la gloria inaudita que él prometió. ¿Lo creemos así? Y, si lo creemos, ¿qué cambia eso en nuestra vida?