La tensión en Venezuela va en aumento
En las últimas semanas, las fuerzas de seguridad mataron a 12 personas en un incidente criminal en un barrio de Caracas, y otras 8 murieron durante una supuesta invasión armada. La tensión va en aumento, según analiza el autor en 3 piezas cortas. Português
by Keymer Ávila1- Política bélica, política partidista y seguridad ciudadana en Venezuela
Durante las últimas semanas, debido a los eventos de Macuto y Petare, me han preguntado sobre las implicaciones de entremezclar ambos eventos. Con la información que se ha hecho pública hasta ahora, dados los antecedentes de la actuación de las fuerzas de seguridad del Estado, así como la experiencia de países vecinos, debemos destacar lo siguiente:
Para los derechos de la ciudadanía es sumamente peligroso que se mezclen situaciones de seguridad ciudadana y de control del delito con situaciones de seguridad nacional, soberanía o incursiones de grupos bélicos en el país. Lo primero es de naturaleza civil, lo segundo es de naturaleza militar. Cuando lo primero se confunde con lo segundo los objetivos militares son los ciudadanos. Y si esto se hace en el marco de un estado de excepción como en el que estamos desde hace cuatro años, pues mucho peor.
Otro elemento que preocupa es la ostentación de la lógica “malandra” en el ámbito de la política, la “pranatización” de la política. Las diferenciaciones que deberían existir entre “los presidentes” y los azotes del barrio tienen que ser muy claras. De nuevo: hay roles, escenarios, formas, lógicas comunicativas y simbólicas importantes. Si el debate público es entre un azote y los presidentes, esto puede ser interpretado como que ambos se encuentran en el mismo nivel.
Parece que el país atraviesa una crisis tan grande que ya sus ídolos se les han roto y están buscando diariamente a alguien que los venga a rescatar, en una lógica de optar por el “menos malo”.
En estos tiempos parece que el componente político se extingue hasta entre los propios políticos, para quedar reducido todo a intereses económicos particulares. Hay evidencias públicas que desde ambos sectores se entienden y hacen pactos con bandidos y grupos irregulares. Estamos en un país donde los políticos operan como la mafia. Si esto sucede con los políticos, es importante que la gente no se haga expectativas con las bandas delictivas.
¿Y qué hacer ante un panorama tan difícil?
Esa también ha sido una pregunta recurrente. Un serio trabajo de inteligencia, con mucha voluntad político-institucional, en un doble sentido. Hacia afuera, es decir, hacia la banda y su territorio. Hacia adentro, considerando a los propios operadores del sistema penal. Claro, para esto deben existir instituciones y actores mínimamente confiables y legítimos.
A todo evento, estos no son hechos de mera fuerza; se trata de inteligencia y voluntad político-institucional real. Pueden “neutralizar” a algunos miembros o cabecillas de la banda, pero mientras no cesen los negocios, ni la fuente de protección e impunidad institucional, los miembros de la banda serán rápidamente sustituidos. El gran problema es cuando la propia clase política y el Estado como su instrumento operan con la misma lógica violenta y delictiva de estos grupos, que en ocasiones no se diferencian entre sí.
Finalmente, la idea de un gobierno sostenido por grupos delictivos para que estos lo defiendan ante cualquier revuelta o de asaltar el poder del Estado con mercenarios a sueldo, no solo es éticamente reprochable; es, además, poco sostenible en el tiempo. Los mercenarios siempre pueden conseguir un mejor postor.
2- ¿Los venezolanos apoyan a las bandas delictivas?
Esta es una pregunta que me han hecho de manera recurrente durante los últimos días. En ocasiones más que preguntarme, me lo afirmaban esperando que yo secundara esa idea.
Yo no he leído en ninguna investigación o estudio que todos los venezolanos, en todo el país y en todo tiempo acepten y defiendan a los líderes negativos dentro de los barrios, tenemos que tener cuidado con las generalizaciones. Habría que hacer estudios de opinión en todo el territorio nacional como para poder hacer una afirmación de ese tipo y hacer los análisis correspondientes a partir de sus resultados.
Lo que debemos tener en cuenta, sobre este particular, es lo siguiente: cuando el Estado y las instituciones reguladoras de la vida social se ausentan y dejan de cumplir su rol, este espacio lo ocupan otros actores.
La regulación de la vida social que ejercen los grupos delictivos no es ideal; no hay que romantizarla, es un poder que se ejerce también de manera despótica y autoritaria. Así la gente del barrio termina teniendo múltiples victimarios: la exclusión estructural socio-económica, el propio Estado, sus cuerpos de seguridad y los grupos delictivos.
Entonces así como no hay que romantizar a los grupos delictivos, tampoco se debe criminalizar a los vecinos del barrio. Si en determinado sector llega la policía a ejecutar a los jóvenes que allí habitan, maltratan a mujeres y niños, destruyen viviendas y ejercen distintas formas de pillaje; y en contraste los grupos delictivos lo que hacen es garantizar cierto orden –siempre violento, claro está– en ese espacio, tratan de establecer relaciones de mínima convivencia entre los vecinos y ejercen sus labores delictivas fuera del sector. Pues no es un tema moral, es una elección práctica en términos de costos-beneficios. La gente lo que quiere es llevar de manera tranquila su vida cotidiana y optará por quiénes le ofrezcan esa posibilidad de la manera más accesible, inmediata y sostenible.
Entonces no se trata de una adjudicación estática de roles de “buenos” y “malos”; el asunto es más complejo, que pudiera simplificarse en una elección racional por el “menos malo”, en unas circunstancias muy concretas de extrema vulnerabilidad. Es lo que sucede cuando cuesta distinguir las diferencias entre los cuerpos de seguridad y las bandas delictivas.
Sostener generalizaciones tales como “en los barrios la gente defiende a los delincuentes” no es más que la repetición de tesis clasistas y racistas que contribuyen a la criminalización de estos sectores, es este el sustrato ideológico que legitima políticas de masacres sistemáticas como las de la OLP o las que lleva ahora las FAES.
Un ejemplo de ello es lo ocurrido el ocho de mayo con la muerte de 12 personas en Petare, producto de la intervención de las fuerzas de seguridad del Estado. El joven Brian Cedeño es uno de ellas. Su caso no es excepcional, Brian es el hijo de cualquier madre del barrio, es el mismo caso de Darwilson Sequera, Cristian Charris o los más de cinco mil jóvenes que mueren anualmente a manos de los cuerpos de seguridad en Venezuela.
Cifras oficiales y campañas de terror
Entre los años 2010 y 2018 han fallecido a manos de las fuerzas de seguridad del Estado unas 23.688 personas. El 69% de estos casos ocurrió durante los últimos dos años. Llegando a una tasa que oscila entre las 16 y 19 pccmh fallecidas por estas causas, un registro superior a la tasa de homicidios de la mayoría de los países del mundo.
El porcentaje que ocupan las muertes en manos de las fuerzas de seguridad dentro de los homicidios en Venezuela también es cada vez mayor: en 2010 era apenas de un 4%, ocho años después llega a 33%. Es decir, según cifras oficiales, uno de cada tres homicidios que ocurre en el país es consecuencia de la intervención de las fuerzas de seguridad del Estado. Esto en un país cuya tasa de homicidios se encuentra entre las más altas del mundo puede considerarse como una masacre: durante 2018 murieron diariamente 14 jóvenes venezolanos por estas causas.
Tradicionalmente casos escandalosos o noticiosos, como los sucedidos hace unos días, son instrumentalizados políticamente para arrancar campañas de terror oficial, operativos policiales militarizados que masacran a los jóvenes del barrio de manera masiva. Esto se legitima con discursos alarmistas que se emprenden contra “enemigos” públicos.
El saldo es la pérdida de miles de vidas humanas, la radicalización y mutación de las bandas que se hacen más violentas y con mayores arsenales, junto al empoderamiento cada vez más grande de los aparatos policiales y militares que terminan haciendo su voluntad. ¿Quiénes salen perdiendo? Todos nosotros, los ciudadanos de a pie que terminamos a su merced.
3- Estructura de oportunidades ilícitas
Los últimos días han sido aparentemente una locura y mientras más información y vocerías aparecen más turbio y confuso se hace todo. Nuestro problema de institucionalidad, lamentablemente, no solo lo padece el Estado, cada vez hay menos actores que gocen de credibilidad. La censura en los medios es grande, lo que hace que nos mudemos todos a las redes sociales, donde quienquiera puede decir cualquier cosa, así que lejos de estar más informados, lo que tenemos es un exceso de “información” poco confiable, no verificada, que nos ofrece una versión distorsionada de lo que sucede y si sobre eso opinamos, lo que hacemos es amplificar la distorsión y la confusión.
Me han preguntado sobre los últimos sucesos de Petare, cualquiera que pretenda hacer algún comentario serio sobre esos eventos tiene que estar vinculado con ese sector de alguna manera, ya sea porque lo haya tomado como objeto de sus estudios de campo, observaciones, seguimiento o análisis, o porque hace vida en ese lugar. No me encuentro en ninguno de los dos supuestos. Por eso solo puedo hacer referencia a cuestiones muy básicas y generales, que cualquier persona dedicada a la criminología, o las sociologías que tienen como estudio al sistema penal o la violencia debería decir, más allá de repetir lo que ya abunda por las redes sociales. En estas coyunturas hay que tener cuidado con los opinólogos.
La ausencia de un Estado Social
La existencia de bandas criminales con alto poder de fuego es una muestra de la precariedad institucional del Estado en distintos niveles: el primero, más básico y fundamental, es en lo social y económico. Es lo que se denomina violencia estructural que tiene que ver con la exclusión social y la no satisfacción de las necesidades más básicas de la población.
Esta ausencia de un Estado Social real, con políticas realmente universales, no discriminatorias, sostenibles, institucionalizadas, no clientelares ni esporádicas, es la madre de todas las demás formas de violencia. Es la que priva, por ejemplo, a los jóvenes excluidos de suficientes oportunidades para una vida en el mundo lícito.
Ante esa ausencia de Estado Social aumenta y se fortalece el Estado Policial, que se sostiene a través de la violencia institucional que busca contener los distintos tipos de conflicto que provoca la violencia estructural.
Luego caen en forma de cascada otros tipos de violencia, como la violencia social, violencia delictiva, violencia individual, etc. Tradicionalmente en ciertas coyunturas políticas, donde la violencia estructural e institucional es evidente, se visibiliza más la violencia delictiva e individual como forma de encubrir a las primeras.
Ahora bien, descrito este marco, en el que la violencia de tipo delictiva está inserta dentro de una lógica de violencia estructural e institucional que la genera, la potencia y la define, si nos concentramos en la violencia delictiva que se da en el seno de bandas armadas —más allá de los enfoques culturales y etarios que son fundamentales para el estudio de estos fenómenos—, hay un elemento que considero fundamental: para que exista en un sector territorial grupos armados organizados debe preexistirle una “estructura de oportunidades ilícitas”. Esto es lo más básico de la criminología de las subculturas criminales.
¿Qué es una estructura de oportunidades ilícitas?
Es el apoyo del mundo lícito a las actividades y existencia de una banda, esto pasa por soportes sociales, institucionales, económicos, políticos, entre otros. Es decir, garantía para operar de manera impune, colaboración de cuerpos policiales y militares, complicidad de fiscales y jueces. Padrinazgos políticos y económicos, entre otras. Esto no tiene que ver con ideologías ni programas políticos, es solo un asunto de negocios, de mercados ilícitos comunes. Estas alianzas no son estables, en ocasiones estos intereses en común pueden entrar en conflicto generando guerras irregulares entre estos bandos.
Las bandas delictivas serían, entonces, apenas un eslabón más de la cadena. Acá hay preguntas básicas: ¿Cómo obtienen las armas? ¿Cómo tienen acceso a armas de guerra? ¿Cómo obtienen municiones? ¿Cómo algunas poseen granadas? ¿Quiénes son los responsables de la fabricación, importación, distribución y comercialización de las armas y municiones en el país? ¿Quiénes tienen ese monopolio? ¿Desde cuándo lo tienen?
En síntesis: las grandes bandas, no pueden surgir, ni tener poder, sin un mínimo apoyo o al menos tolerancia de policías o militares, fiscales, jueces, así como del poder político y económico del mundo “legal”.