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El Ejército de EEUU volverá a utilizar minas antipersona. WIKIMEDIAKAPOCHI

La guerra más desalmada

Mientras el mundo solo tenía ojos para el Brexit y el ‘impeachment’, EE UU anunciaba que su Ejército volverá a utilizar minas antipersona

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El 31 de enero, el mismo día que el Reino Unido soltaba amarras de la UE, y que en el Senado quedaba visto para sentencia el juicio político a Donald Trump, un anuncio ominoso pasaba de puntillas por los titulares: EEUU eliminaba la prohibición de usar minas antipersona a sus fuerzas armadas. Washington rompía una vez más, como ya hiciera con la salida del pacto nuclear iraní –o, en otro ámbito, con la retirada del Acuerdo de París-, un consenso internacional bien trabado. Ese día, uno más, lo urgente opacaba lo importante.

Aunque Washington no se sumó a él de facto hasta 2014, con Obama –a excepción de la península de Corea-, el Tratado de Ottawa, ratificado por más de 160 países, impide desde 1997 el uso de estos dispositivos baratos y fáciles de instalar, calderilla para la cada vez más sofisticada industria armamentística, y que además suponen un daño a futuro: artefactos que matan, pero también condicionan el desarrollo, hipotecado por el costoso desminado; lastran sistemas de salud precarios por la miríada de mutilados que dejan, o inutilizan cultivos y pastos de cuya existencia depende tantas veces la economía del lugar. Pero sobre todo causan víctimas cercanas, cotidianas: el 87%, civiles, y el 84%, menores, de los 120.000 muertos y heridos registrados entre 1999 y 2017, según el observatorio Landmine Monitor.

Sorprende que en un escenario de confrontación en el que se recurre a drones ‘inteligentes’ para eliminar a enemigos –e incluso a jefes militares de otros países, como el iraní Qasem Soleimani- con la asepsia de un cirujano impoluto, Washington decida volver al barro; a la guerra en los caminos y las selvas (la mayoría están sembradas en países que han sufrido conflictos civiles, como Colombia, Bosnia o Angola). Extraña también que tras décadas de estrategia militar centrada en tareas de antiterrorismo y contrainteligencia, cobre vida, y muerte, el terreno. Pero no llama tanto la atención que tampoco Moscú o Pekín hayan firmado el pacto de Ottawa, por lo que la decisión del Pentágono parece un modo de afrontar cualquier eventualidad en tiempos de beligerancia.

Cierto que los misiles y los drones también se equivocan, llevándose por delante un convite nupcial en Afganistán, un autobús escolar o un hospital en Yemen, pero entre los ‘errores’ de los drones y la certidumbre ciega de las minas hay tanta diferencia como entre los conceptos de contingencia y probabilidad: un abismo.

Tal vez por las imágenes de niños mutilados arrastrando su incierto porvenir por las cunetas, el abordaje del problema ha sido casi siempre emocional. Por eso corresponde a la comunidad internacional, a una verdadera diplomacia de paz, a activistas, expertos y también a las víctimas, proferir un clamor aún más estentóreo para denunciar esta regresión, máxime cuando al dinamitero en jefe pueden quedarle otros cuatro años en la Casa Blanca.