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Obra de teatro 'La Patética historia del Niño Piña (en cinco actos)' (Foto: Virginia Rota)

‘La Patética historia del Niño Piña (en cinco actos)’. Ángeles y demonios, pero aquí, en la Tierra

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Confieso que, hasta este montaje, ‘La patética historia del Niño Piña’, no había visto ningún otro de José Andrés López (autor también, entre otros, de su excelentemente acogido 4,2). Y lo lamento porque el joven dramaturgo, director y actor malagueño tiene una voz, una concepción del teatro y un cuerpo con personalidad y poética propios. Acompañado en escena por otros cuatro estupendos actores -Román Méndez de Hevia, Elena Esparcia, María Pizarro y Mikel Arostegui-, todos ellos integrantes de la Compañía Viviseccionados, han pasado durante todo el mes de enero por la madrileña Sala Nave 73 reflexionando y removiendo cuerpos y conciencias.

El montaje es una propuesta híbrida que camina entre la performance, el teatro de texto y el teatro danza, y con un alto contenido poético en los tres campos. La palabra aparece inicialmente como ingenua, humilde y voluntarista pero muy pronto se torna profunda, dolorosa y hasta doliente porque pone al espectador frente a una realidad en la que no quiere reparar, la de la fealdad y la belleza, la de la monstruosidad y el encanto, que unas veces está enfrente del que mira, pero otras –quizás la mayor parte de ellas-, puede estar en la mirada del que juzga precipitadamente a quien tiene delante.

Y esa palabra surca el corto espacio que media entre actores y espectadores envuelta en una estética visual –obra de Antiel Jiménez-, que recuerda a las Pinturas Negras de Goya, entre un espacio sonoro cuidadísimo y envolvente -creado, junto a la música, por Carlos Gorbe-, y un movimiento de actores sosegado o enérgico, pero siempre armónico y homogéneo. El conjunto es de una belleza plástica contundente y de una fuerza en la palabra que parece surgida de una voz mucho más madura de la que podría presuponérsele a los veintimuchos años de José Andrés López.

La propuesta comienza con una especie de humilde declaración de intenciones que busca retratar la dureza de la vida, sobre todo para quien se aleja de la llamada normalidad: “esta obra es completamente innecesaria… Vamos a hablar de Niño Piña, que es un chico que nació con una malformación craneal… Vamos a habitar el dolor ajeno como si fuera nuestro. Vamos a encarnar cuerpos de verdugos con la ingenua creencia de que nunca fuimos nosotros los verdaderos atormentadores de otra persona…”. A partir de aquí, y sin un discurso cronológico ni ordenado, pero tremendamente interpelante, los personajes -cuyas características el autor confiesa haber sacado de la simple observación de la realidad que nos circunda a todos-, comienzan a expresarse con sinceridad creciente. Pronto surge la pregunta que afecta a todos y cada uno de los espectadores: ¿yo también he abusado, golpeado, roto el corazón, menospreciado, amedrentado incluso despreciado alguna vez a alguien…?

Se llega al punto álgido del montaje en la escena en la que un violador se enfrenta a su víctima, ambos totalmente desnudos. El primero construye un discurso frío, cortante, analítico, que quiere ser justificador de su actitud mientras que la mujer, encogida sobre sí misma, casi inerte, preparando su cuerpo para recibir el bestial golpe, se limita a esperar a ver si se produce el milagro de su desaparición. No es así porque el hombre, mientras habla, se va aproximando lenta e inexorablemente hasta llegar a tocar a su víctima. Le habla como si, en lugar de él mismo, fuera otro el que va a violarla: “Si piensa que soy sádico le diré que tuve una infancia horrible… Sé que podría masturbarme esta hermosa noche en lugar de violarla… Imagino el asco que puede dar un ser como yo… Me gustaría ser mejor persona. Sentirme atraído por la literatura, el cine o la música, pero es que soy un animal. En el fondo este acto de violación brutal que voy a llevar a cabo nace de una profunda admiración que siento por usted…”.

El montaje es, en fin, tan desasosegante como bello, y tan doloroso como real. Despierta en el espectador la conciencia de que es muy difícil, por no decir imposible, ejercer un grado suficiente de empatía con quien, por una u otra razón, se ve apartado del resto de la sociedad (personas con algún tipo de discapacidad, seres marginales, etc.), y que sus limitaciones, sus actitudes y sus actos probablemente estén motivados por causas que van mucho más allá de lo inmediato, de lo aparente. Juzgarles es muy fácil. Ayudarles, no tanto. Aquí se funde lo social y lo político con lo más íntimo y personal, con la soledad más profunda del ser humano.

Esta es, desde luego, una obra que no puede llegar a todo tipo de público, pero muy interesante para quien busca nuevos retos, nuevas miradas, nuevas formas de expresión a través de las artes escénicas. Quiera Dios –por cierto, un término que aparece varias veces expresado en el montaje-, que tenga una larga vida por escenarios de media España.

‘La Patética Historia del Niño Piña (en cinco actos)’

Dramaturgia y dirección: José Andrés López

Intérpretes: Román Méndez de Hevia, Elena Esparcia, María Pizarro, José Andrés López y Mikel Arostegui

Espacio sonoro y música original: Carlos Gorbe

Plástica: Antiel Jiménez

Ayudantía plástica: Laura Blázquez y Alba Jiménez

Fotografía: Virginia Rota

Ayudante dirección: Olga Magaña

Comunicación: Amanda HC y Proyecto Duas

Una producción de Viviseccionados y Carme Teatre

Nave 73 (Madrid)

30 de enero de 2020