Daños colaterales

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Las incesantes descalificaciones que se hacen en los medios a la ministra de Ciencia, la bióloga Mabel Torres, no parecen dirigirse solo contra ella, sino que apuntan hacia la validez otorgada a otras formas de interrogar al universo y de generar conceptualizaciones acerca de este. Como en los bombardeos aéreos, aquí poco importan los daños colaterales con tal de alcanzar un blanco de alto valor. Si se pensara en el interés del país, esta discusión podría convertirse en una inescapable oportunidad para reflexionar constructivamente sobre las relaciones existentes entre ciencia y conocimientos tradicionales sin banalizar el tema, sin ingenuidades y siendo conscientes de los arraigados prejuicios e intereses que existen hacia las formas en que algunas sociedades no occidentales han concebido el mundo. En ese orden, deberíamos preguntarnos: ¿qué es el conocimiento?, ¿quién puede conocer?, ¿qué puede ser conocido?, y ¿cuáles son los discursos prácticos envueltos?

En el informe final de la Misión Internacional de Sabios 2019, de la cual hizo parte la actual ministra, se consignó que hacen parte del conocimiento: la ciencia, las humanidades, las artes y los saberes ancestrales. El conocimiento humano a través de distintos marcos geográficos y temporales comprende formas diversas de interrogar, de sistematizar y codificar la experiencia, y ello conlleva también variadas condiciones epistemológicas, lo que implica el registro de prácticas concretas de la experiencia que no solo son codificadas en narraciones míticas y textos.

Ambos sistemas de conocimientos, lejos de ser antagónicos, pueden ser complementarios pues han entrado en contacto desde hace siglos y su interacción abarca variaciones, transformaciones, intercambios y mutuos aprendizajes. Para dar solo un ejemplo, los antropólogos occidentales han utilizado desde los orígenes de su disciplina los conocimientos de numerosos pueblos como insumos para sus elaboraciones teóricas. Los biólogos deben significativos hallazgos a los pueblos indígenas de diversas latitudes. Por ello, un comienzo en esta dirección podría ser el de reconocer la multiplicidad de lógicas y prácticas que se hallan por debajo de la creación humana y la permanencia de las diferentes formas de conocimientos.

Aún persisten actitudes que proyectan una relación jerárquica entre la ciencia occidental y el conocimiento tradicional, pues se toma a la primera como el canon desde el cual se puede medir la confiabilidad y legitimidad del segundo. Cuando desean ridiculizar el saber tradicional se acude a la imagen mercantil del “indio amazónico” y se dejan de lado los sofisticados conocimientos astronómicos y matemáticos de las sociedades mesoamericanas o las complejas conceptualizaciones ambientales de los auténticos pueblos de la Amazonia.

Apenas comenzamos a aproximarnos a las ontologías y epistemologías indígenas en distintos continentes. Para proponer un ordenamiento del universo en algunos pueblos se apela a la metonimia, basada en la identificación de atributos, para distribuir a los seres vivos en categorías estables y socialmente reconocidas. Las metáforas, basadas en las semejanzas, proveen sentido y atención hacia el universo y los distintos seres que lo habitan. Ambas constituyen reservas de la imaginación humana que pueden estimular y nutrir la ciencia occidental.

La tarea que sigue, por tanto, es la de combinar disciplinas, epistemologías y conocimientos, proponiendo formas innovadoras de investigación dirigidas a alcanzar un entendimiento más universal que nos permita comprender cómo han sido constituidos y reconstituidos los diversos mundos.

wilderguerra@gmail.com

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