De nunca acabar

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Donde haya un gramo de oro para sacar, una piedra preciosa por extraer, un codiciado metal para explotar, allí llegará la minería ilegal con su poder devastador. Colombia lleva décadas viendo cómo esas mafias le arrancan sus recursos naturales, se lucran de ellos y acaban con medio país, sin que al fin se logre ponerles freno.

Que es un negocio lucrativo, incluso más que el tráfico de cocaína como reconoce el Gobierno Nacional, no admite duda. No en vano en él han incursionado guerrillas, bandas criminales, narcotraficantes y organizaciones delictivas multinacionales, a los que no les duele invertir en maquinarias que llegan a costar mil millones de pesos por unidad, así terminen destruidas cuando las autoridades las encuentran y decomisan. O a quienes les importa mucho menos el daño social a las comunidades que permea o los estragos que le causan al medio ambiente.

El primer operativo de este 2020, que se realizó al sur del departamento del Chocó en límites con el Valle, muestra la dimensión de la minería ilegal y lo que arrastra en el camino. Veinte hectáreas de selva devastadas, un río y dos afluentes socavados y contaminados con mercurio, ocho retroexcavadoras y tres ‘dragones’ que operaban día y noche para lograr el cometido de sacar cuatro kilos de oro al mes, y 50 mineros rasos a los cuales poco les importa arriesgar sus vidas con tal de sacar unos cuantos pesos. Porque no se olvide que las ganancias millonarias no son para ellos sino para sus jefes o para las bandas que los extorsionan.

Esa historia se repite en todo el territorio nacional, donde según el último informe del Ministerio de Minas y Energía hay 92.000 hectáreas explotadas por la minería ilegal. Los datos están, las ubicaciones también y se debe reconocer que existe un esfuerzo del Estado por ponerle freno a ese mal que afecta a Colombia, a su economía, a su sociedad y a su riqueza ambiental. Sin embargo, la batalla se sigue perdiendo porque además de un enemigo fuerte y rico hay vacíos legales que impiden asestarle el golpe definitivo.

Acabar con esa minería será imposible mientras las penas que se impongan a quienes cometen ese delito sean mínimas y excarcelables; mientras no se pueda controlar la venta de maquinaria que se usa para ese fin hasta tanto no se coja en flagrancia; mientras que la cadena de comercialización del oro ilícito se mezcle con la del legal y sea imposible de detectar.

Tampoco ayuda que las comunidades, llamadas a proteger su entorno, sean partícipes o encubran una actividad que en primer lugar las afecta a ellas. O que sucedan casos como el de los Farallones de Cali donde se clausuran socavones y al poco tiempo aparecen otros más, mientras se clama para que se aumenten los puntos de control y se destine más Fuerza Pública a su vigilancia. Son 660 hectáreas de ese parque natural donde nacen los ríos que abastecen de agua a la ciudad, las que han sido afectadas por la extracción ilícita, y aún no se sabe si se podrán recuperar.

A la minería hay que ganarle la guerra como se hace con un enemigo poderoso: con firmeza, sin darle tregua y asestándole golpes certeros. Lo que no se logrará si no hay una legislación coherente, una Justicia efectiva, una autoridad con suficientes herramientas y una sociedad comprometida.