Parásitos

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(Advertencia: esta columna contiene spoilers)

Nunca antes se había hablado tanto de una película coreana y los elogios no son gratuitos. Parásitos no solo es quizá la mejor película que el mundo conoce de Corea, sino que es una de las mejores películas de los últimos años.

El director Bong Joon-ho logró una propuesta estética impecable, una comedia llena de humor y suspenso, basada, en su mayor parte, en el rodaje en los interiores de una casa que se construyó para el filme. La trama dice que fue la vivienda de un famoso arquitecto, por la que recibió un reconocido premio, y ahora es habitada por la familia de un prestigioso industrial.

La decoración es sobria pero imponente. En todo detalle está impresa la imagen de un lujo que aspira a evitar cualquier exceso. Se trata de lanzar el mensaje que hay riqueza pero, ante todo, buen gusto. Por eso, se omite en la decoración los detalles innecesarios.

La imagen opuesta de la casa es el sótano de un arrabal, donde viven apretujados los otros protagonistas de la película, una pareja de desempleados con un hijo y una hija en edad de comenzar a trabajar. La vida los ha tratado bastante mal y sus opciones para alimentarse pasan por las pizzas más baratas que puedan conseguir en el mercado.

La suerte les cambia cuando el hijo tiene la oportunidad de hacerse pasar por estudiante universitario y se convierte en profesor de inglés de la hija del industrial. La madre y ella quedan encantadas. Entonces el hijo aprovecha y dice conocer a una sicóloga especialista en niños problemáticos para tratar al hijo del industrial, quien hace dibujos geniales pero es un poco extraño. La sicóloga es en realidad su hermana. La impostura no acaba allí. Luego hacen despedir al portero y a la mucama de la familia del industrial y suplantarlos con la madre y el padre, quienes cuando trabajan suponen no conocerse. Se convierten literalmente en parásitos de sus empleadores.

En el cine y la literatura el impostor que ocupa una posición que no merece por sus atributos es una fórmula vieja, pero en Parásitos adquiere otra dimensión. El industrial y su esposa con pequeños detalles y comentarios dejan en claro que hay una línea muy precisa que distingue a sus trabajadores de ellos. Son cordiales, e incluso generosos, pero en ningún momento son iguales. Y hay más, los impostores son capaces de cumplir su farsa a la perfección. Tienen habilidades superiores para cumplir las demandas y expectativas de sus empleadores: la hija del industrial se enamora del profesor de inglés, la falsa sicóloga trae nuevos métodos que parecen surtir efecto en el niño problemático, etc. En consecuencia, los impostores en vez de sentir vergüenza o algún secreto agradecimiento con sus empleadores por haber resuelto su situación económica, sienten hacia ellos es un profundo desprecio. Se sienten humillados porque la posición social y económica que ocupan no es por falta de méritos y habilidades, al tiempo que están obligados, pese a su farsa, a mantener una actitud sumisa frente a una gente que se asume superior a ellos.

La genialidad de Parásitos es que desnuda una situación recurrente en las sociedades. Quienes están abajo asumen una postura complaciente para aliviar su sumisión pero quienes están arriba, de modo inconsciente, también asumen su respectiva impostura para justificar su ascendencia. Al final no se sabe quién es parásito de quién.

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