Mi madre coraje ha muerto
by Jorge Ángel PérezMi madre me miraba a mí, pero no podía apretar mi mano, no tenía fuerzas. Mi madre solo me miraba, no podía hablarme mientras moría
LA HABANA, Cuba. – La prensa cubana se detiene en los glaciares devastados, en los incendios que llevan a los bosques australianos a la ruina. Los comunistas “atienden” al hambre que azota a tantísimos habitantes del planeta, y escudriñan minuciosos en el juicio a Trump, especulan sobre los posibles resultados, cruzan los dedos. Las publicaciones oficiales nos advierten de la desnutrición que aqueja a los más desamparados y también de la carrera armamentista que pone en peligro la estabilidad del mundo.
La prensa oficial opina exagerando en sus bufidos pero yo no consigo ir más allá de las lágrimas, del desaliento. El discurso oficial vuelve, una y otra vez, sobre el arsenal de armas nucleares en manos de “irresponsables y poderosos” que ponen en peligro la supervivencia en la tierra, mientras yo me quejo, y lloro, y extraño a mi madre. Cuba habla de buenos rendimientos agrícolas, mientras yo no consigo el más mínimo consuelo.
No hay bálsamo que aplaque mis angustias después de la muerte de mi madre, pero la prensa nacional se queja por la decisión del nuevo gobierno de Bolivia de romper relaciones con La Habana, supone que es injusta la medida y, para probarlo, señala el espíritu altruista de los médicos cubanos, la negativa del gobierno “revolucionario” a sacar ganancias a tanta “generosidad”, a su “filantropía”. Yo leo, y pienso en la arruinada salud de mi madre, en los medicamentos que no encontré en las farmacias cubanas, en el pequeño y devastado dispensario de mi madre, tan parecido a un “paisaje después de la batalla”.
En las redes sociales se habla de cierta bronca entre Silvio Rodríguez y Orishas porque, según se dice, los últimos usaron algunos “versos” de la canción Ojalá que escribió el primero, y en el noticiero de televisión se advierte que tembló la tierra en Cuba, que podría temblar otra vez, y la gente se persigna, ruega que no nos llegue una desgracia como esa, pero a mí no me interesan mucho las noticias, solo me importa mi madre, su vida, y esa muerte que me deja desolado.
Acela de los Santos Tamayo, combatiente de la Sierra, también murió y fue alabada en cada espacio de noticias. Todos reseñaron sus muy revolucionarias virtudes, su amistad con Vilma Espín y Raúl Castro, su matrimonio con el gallego Fernández, su desempeño en la administración de Cuba y en la política. En cada espacio noticioso nos advierten su deceso y dan detalles de sus honras fúnebres, y hablan una vez más de su amistad con Vilma, de su traslado a uno de esos frentes orientales en el que descansarán sus restos, pero jamás mencionan a mí madre.
La prensa comunista pone el ojo alevoso en la decisión del gobierno norteamericano de no permitir que los aviones salidos de su territorio vayan un poquito más allá del aeropuerto José Martí de La Habana, pero no se interesa en las dos horas que esperamos por una ambulancia que llevara, con cuidado, a mi madre hasta el hospital. Dos horas de desesperada espera, dos perdidas horas. Dos horas esperando para no hacerla bajar las escaleras, para no quebrantar más su corazón, para bajar finalmente las escaleras, escalón por escalón, y montarla en un auto que nos llevó al hospital, porque nunca llegó una ambulancia.
Mi madre murió dos horas después de llegar al hospital. Mi madre moría y el médico que la atendió hacía galas, con voz altísima y rotunda, de sus conquistas en ese mundo tercero al que viajó para salvar vidas. Mi madre moría mientras él hacía balance de cuánto le duraba su paquete de datos con tantas llamadas que debía hacer a la Sudamérica de sus conquistas femeninas. Mi madre moría y él hablaba, con voz muy alta, de mujeres seducidas…, y mi madre moría, y él se jactaba, y yo escuchaba, pero supongo que mi madre no.
Mi madre me miraba a mí, pero no podía apretar mi mano, no tenía fuerzas. Mi madre solo me miraba, no podía hablarme mientras moría. No podía despedirse del hijo que lloraba, del hijo que esperaba un milagro. No sé qué me iba a decir mi madre si hubiera podido hablar. Lo más seguro es que me habría pedido cordura, que me conformara con aquella verdad, y quizá hasta quería que volteara la cabeza para que no la viera apagarse, para no que no percibiera su último resuello.
Mi madre se fue y yo no he podido hacer otra cosa que llorar. Mis amigos se empeñan en hacer visitas, en alejar las conversaciones con temas “trascendentes”. Mis amigos se empeñan en hacerme reír, en alejar mi dolor. Los amigos vienen para que no llore, y recomiendan el mar, la amplitud clara y oscura de un templo católico, y una oración, muchas oraciones y plegarias, y no falta quien recomiende el mar, una fiesta, alcohol, sexo, pero yo solo quiero el recogimiento de mi casa y la compañía del perro, ese que aúlla, que llora, porque la extraña tanto como yo.
Mi perro no sabe lo que es la muerte, pero la extraña, y por eso llora. Mi perro no sabe que mi madre pasó un largo tiempo sin tomar la Digoxina porque no aparecía en las farmacias. Él no entiende que esa tableta pequeñita, esa que quizá descubrió entre los dedos de mi madre en las mañanas, y camino a la boca, a su garganta, le estuvieron prolongando un poco la vida, pero él no debió notar luego que desaparecieron esas tabletas. Él no se percató de la ausencia de esas pastillas, ni supo que amigos, desde cualquier rincón del mundo, las mandaron a montones, pero ya era tarde.
Mi madre no soportó la ausencia de la levotiroxina, del enalapril, de la digoxina o los sedantes para las mañanas y las noches. Mi Silvia no supo vivir sin la Sertralina que recomendó la siquiatra, hace apenas un año, para alentar su espíritu, para que me acompañara mejor. Mi madre me miró fijo mientras moría, y yo me aferré a esa mano que no estaba invadida por el suero que goteaba marcando el tiempo que quedaba. Mi madre se fue. Mi madre me dejó lidiando con mi vida, y con su muerte.
Ella se fue y no pudo despedirse, se le agotaron las fuerzas. Sabrá Dios qué me habría dicho. Quizá habló con Dios en silencio. Supongo que rogó para que me asistiera el consuelo. Supongo que le suplicó que intercediera para que no volvieran a acosarme, para que no volvieran a esposarme, sobre todo porque ella no iba a estar para llorar, para gritar, para exigir. Quizá le pidió a Dios que me cuidara, que me guiara, que alejara atropellos y patrañas. Es posible que intentara comunicarse con mis amigos, pedirles que no me dejaran solo, que me ofrecieran una mano, el hombro para llorar.
Los días pasan y no me conformo, no me reconcilio con la muerte de mi madre. Esta mañana ocurrió lo peor, y quizá por eso escribo ahora estas líneas. Esta mañana salí a pasear, como siempre, con mi perro, y olvidé la llave. Lo noté a la vuelta, después del paseo. Eso fue lo peor, quizá el momento más terrible de mi vida. Estaba en la calle y sin llaves para entrar al único espacio que me acoge, que me abraza, que me cuida. Me quedé en la calle y sin llave, y ella no estaba para responder a mis reclamos, a mis gritos, ella no estaba para salir al balcón y lanzar desde lo alto la llave que abriría la puerta. La casa estaba vacía y yo afuera, solo con mi perro, con la verdad más terrible, esa que me susurraban al oído; mi madre estaba muerta y yo solo, en la calle, y vulnerable. Ese fue sin dudas el peor momento, y por eso escribo estas líneas.
Escribo estas líneas por ella, y hasta por mí, y quizá me hagan bien, nos hagan bien a los dos. Escribo estas líneas por mi madre. Escribo por mi amigo Ernesto Santana que escribe recordándola, por Manuel Zayas que la amó tanto, por Ángel Santiesteban que le habló cada jueves, y por unos años, desde la cárcel. Escribo por Maggie, porque me ha estado acompañando y también porque ha sabido hacer silencio para que yo cumpla un poco con el duelo que podría salvarme. Escribo por Ana León y Augusto César, quienes fijaron imágenes mías desandando la casa con ella.
Mi madre me parece hoy más tremenda que algunas que descubrí en ciertos libros. Quizá mi madre no va a trascender como Gertrudis, aquella que trazó Shakespeare en el “Hamlet”. Gertrudis todavía es famosa, pero no quiso a su hijo como mi madre a mí. Mi madre me gusta más que esa Pelagia que es el centro en “La madre” de Gorki, esa Pelagia que se vuelve cómplice del hijo en su pensar, en su hacer político. Mi madre me gusta más que aquella Madre coraje que ideó Brecht. Mi madre debió tener mucho más coraje que la de ese libro, porque le toco una vida más real que la que la que vivió esa que salió de la cabeza de Brecht para instalarse, con tinta y unos cuantos pliegos de papel, en la eternidad. Mi madre fue real, aunque se haya ido; mientras yo, como Lezama Lima, veo de nuevo el rostro de mi madre. Yo veo a mi madre, y recuerdo su coraje.
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