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El equipo olímpico ruso durante los Juegos de Invierno de Sochi en 2014. Getty ImagesQuinn Rooney

Caramba, que en el deporte hay trampas

La expulsión de Rusia de las competiciones internacionales tiene también derivadas políticas

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Clausewitz sostenía que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Siguiendo esta línea, es posible argumentar que el deporte es la continuación de la guerra por otros medios. Cierto es que no se trata del deporte que practica el ciudadano de a pie –el que lo haga, que para esto cada uno tiene su escuela– sino del deporte, llamémosle, industrial donde los países tratan de prevalecer los unos sobre los otros sin necesidad de derramamiento de sangre. O al menos no demasiada. Así, un partido de fútbol entre Inglaterra y Argentina es mucho más que 22 jugadores persiguiendo un balón, uno de baloncesto entre Grecia y Turquía va más allá de lo que indique el marcador y uno de hockey hielo entre Estados Unidos y Rusia siempre cuenta con la emoción añadida de ver a dos rivales tirar el ‘stick’ y convertir aquello en la tercera tangana mundial.

Porque el deporte, sí, sí, une, crea lazos, hermana y genera un sentimiento de solidaridad que trasciende las fronteras. O no necesariamente. Desde que los Estados vislumbraron en el deporte un magnífico escaparate para proyectar una imagen de poder el buenazo del refrán “lo importante es participar” se vio irremisiblemente arrinconado por la máxima del “cueste lo que cueste” para conseguir la victoria. Al juego –que eso es el deporte organizado­– le caracteriza la existencia de reglas. Y ya se sabe: hecha la ley, hecha la trampa.

Las trampas en el deporte practicado entre Estados no son nada nuevo. En la antigua Grecia donde las polis enviaban a los juegos a sus mejores atletas ­–que solían ser casualmente sus mejores guerreros– no eran infrecuentes los brebajes y los sobornos para obtener la ansiada corona de laurel. La fama. Las autoridades deportivas de la época impusieron una curiosa pena para aquellos pillados haciendo trampa: la infamia. Los culpables debían levantar una estatua de Zeus a la puerta de estadio con su nombre y la trampa realizada como escarnio público y método disuasorio para los potenciales tentados de tomar atajos ilegales hacia la victoria. Pero, en tiempos donde la infamia circula veloz e imparable de un lado a otro del planeta y donde la negación de lo evidente forma parte del arsenal legítimo de defensa, nadie se va poner a levantar estatuas a las puertas de ningún estadio. Entre otras cosas porque en algunos casos habría casi más figuras que espectadores de carne y hueso esperando para entrar.

La Agencia Mundial Antidopaje ha decidido expulsar a Rusia de todas las competiciones mundiales durante cuatro años por, en el mejor de los casos, colaborar en las trampas de sus deportistas culpables ocultando datos. Se trata de un decisión deportiva, sí, pero con una incuestionable connotación política. Y, tratando de poner paños calientes, la Agencia propone permitir que aquellos deportistas íntegros rusos –que los hay– participen bajo bandera neutral. ¿Por qué no puede un deportista que juega limpio representar a su país? Porque oficialmente participan comités olímpicos y federaciones. Como legalismo vale, pero nadie anima a su federación, por ejemplo, de balonmano, sino a su país ¿Una bandera neutral? ¿Existe alguna? La justicia será ciega, pero lo justo es dar a cada uno lo suyo. A los que hacen trampa pero también a los que no.