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Al contrataque

El amor a la deriva

Si la deshumanización, aislamiento y soledad pasan con el sexo ya no digamos con el amor. ¿Quién puede permitirse, a día de hoy, el lujo de amar y ser amado de un modo profundo?

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Esa serie de televisión que parecía muy frívola en realidad captaba un malestar más profundo de lo que las compras y las comidas en restaurante de moda podían plasmar. En un capítulo de 'Sexo en Nueva York', Miranda tenía relaciones con un hombre que se empeñaba en ver porno mientras estaban juntos. Era incapaz de hacerlo sin su preciado material audiovisual. Hasta que ella se plantó y lo amenazó: “o ellas o yo”. A lo que él contestó: “es que a ellas hace más tiempo que las conozco”.

No creo que sea una situación tan insólita. Encontrarte con compañeros de cama que se han tomada la liberación sexual por el lado de tratar a las mujeres de carne y hueso como meros objetos para desahogos circunstanciales. No es extraño que un nombre importante de personas, también ellas, tengan ya el deseo y la excitación alienados por la industria pornográfica, que es capaz de colonizar nuestra esfera más íntima a base de fantasías plastificadas en las que predomina la vista mientras que el tacto, el olfato o el gusto pasan a ser secundarios. Se pueden observar primeros planos de felaciones y coitos en las más diversas posturas y creer que el objetivo no es otro que la simple mecánica del juego de encajes, llenar agujeros sin más. No me imagino el efecto devastador que tiene este tipo de 'educación sexual' en quienes acceden al porno a edades muy tempranas, cuando aún no se han generado las propias fantasías cargadas de anhelos y misterios, uno de los primeros procesos completamente propios, fuera del alcance de la protección paterna.

El sexo es una forma de conocimiento, indagación, descubrimiento del otro y de uno mismo. Su práctica en solitario permite un entrenamiento interesante y un paliativo cuando no es posible tener relaciones en pareja. ¿Pero qué pasa cuando la autosatisfacción sustituye la necesidad de sexo en compañía? ¿Cuando da más pereza buscar a alguien con quien mantener una conversación, a lo mejor una cena o una copa, que desahogarse con el material infinito que te devuelve la pantalla? Las parejas de carne y hueso tienen nombre, vida, olor y tacto. Son imprevisibles y distintas, más complicadas que los cuerpos de cera que aparecen en pantalla. Pueden tener, sobre todo, algo tremendamente pringoso: sentimientos.

Si esta deshumanización, aislamiento y soledad pasan con el sexo ya no digamos con el amor. ¿Quién puede permitirse, a día de hoy, el lujo de amar y ser amado de un modo profundo? Neutralizar el narcisismo hegemónico, claudicar del exceso de atención a uno mismo para dedicarse al otro, romper con el espejismo 'hollywoodiense' del amor romántico a la vez que se esquivan los cantos de sirena de quienes hablan de poliamor cuando en realidad quieren decir polisexo para construir unos vínculos lo bastante sólidos que resistan la vida líquida que nos ha tocado vivir. Y aceptar que es parte de ese vínculo algo tan denostado, tan antiguo como el compromiso.