¿De cuándo acá tanta empatía? (Tintas en la crisis)
Ante una situación extraordinaria un escrito fuera de lo común viene bien, pues, aunque quiera mantenerme tras la línea light que asegura un mínimo de agresiones y controversia, escribiendo acerca de destinos imperdibles en el mundo y de experiencias que resumen la felicidad de la existencia, soy una persona que valora el silencio tanto como en ocasiones le cuesta mantenerlo.
by Natalia Méndez Sarmiento @cuentosdemochilaSentada me manifiesto, desde mi casa actual lejos de mi casa donde tengo raíces, detrás de un computador, sin cacerolas, sin pancartas y sin caminar 50 minutos desde el Transmilenio hasta mi hogar a las 10 de la noche, haciendo parte de ese sector acomodado que pelea y no se moviliza. Pero no tengo otra manera, creo que me vería ridícula con el único sartén que tengo en mi casa, haciéndolo sonar como símbolo de protesta a miles de kilómetros de Colombia, en un lugar donde solamente se unirían entre vecinos para enviarme a la policía.
Por eso escribo, porque me desbordo cada noche en palabras a la distancia por la situación que vive Colombia, cruzando mensajes con amigos para que me den información desde su perspectiva, amigos colombianos y amigos chilenos que tienen la sensatez de preguntarme qué está pasando en Colombia y qué tan similar o disparejo es el tema entre los de un lado y los del otro, y atiborro a mi novio mexicano de noticias con las que siente empatía porque ha vivido lo mismo, pero que no termina de comprender mis emociones encontradas, porque aquí en México llevan años haciendo lo que en Colombia por primera vez hacemos en la historia reciente: dejar atrás el miedo a manifestarnos y persistir, sobre todo eso, persistir.
Que Duque, que uribistas, que petristas, que Dilan, que el ESMAD, que el joven militar, que el #21n, el #22n y a lo mejor hasta el #1d y más allá, no quiero enfatizar en historias que se hacen virales y que todos conocemos, porque en su mayoría me causan dolor, impotencia, rabia, tristeza, y esos sentimientos reciclados, recogidos una y otra vez durante años, son los que mantienen la violencia, la tensión, y los que enceguecen al punto de no tener la certeza de saber si estamos pensando por nosotros mismos, si nos estamos armando un criterio propio antes de abrir la boca – en el caso de esta generación, antes de hacer “clic” en el botón compartir - , o si solo repartimos información acompañada con frases de odio sin asumir ni analizar el contexto.
Ojo que el párrafo anterior va para todos: izquierda, derecha, centro, arriba, abajo y hasta los que no saben en qué sector están parados. Estos últimos me parecen los más equilibrados, porque pueden ser más reflexivos y tomar lo bueno, lo malo, lo bonito y lo feo de cada cara.
Algunos podrán decir: “esos que disfrutan de la divina gracia de vivir en el extranjero son los que más pelean, ¡qué carajos les importa si no viven en Colombia!”. Hablo por mí: por supuesto que es de mi interés, si es que allá vive mi familia, esa es mi base, es mi hogar, en ese hermoso pedacito de tierra están mis raíces, además, voy a ser sincera: no es que viva en Islandia donde el mayor peligro es morirse de frío, vivo en México, y de aquí hasta la Patagonia todos sufrimos de lo mismo: violencia, corrupción, indiferencia, polarización, represión, abuso, pobreza… así que me manifiesto porque también lo vivo a la distancia. Y para hacerlo más personal, trabajo aquí, pero con empresas de Colombia, así que por el lado económico hago parte de los colombianos jodidos, porque gano en míseros pesos colombianos que al convertirlos a mexicanos no me alcanzan ni para el mercado: “amor, si llevamos esa leche que nos gusta nos toca dejar la bandeja de huevos, decidamos cuál preferimos esta semana”.
Así que desde aquí me manifiesto y le agradezco a los miles e incluso millones de personas en Colombia y en Latinoamérica que han utilizado la calle, el arte y la tecnología como medio para hacerse escuchar. Desde el 21 de noviembre he llorado al menos una vez al día de dolor por el pasado y el presente, de impotencia por la indiferencia de quienes tienen el poder, de tristeza por la indolencia de algunos seres humanos que se regocijan o justifican el dolor de otros, y de rabia por la violencia y los muertos no solo de noviembre sino por los miles de las últimas décadas. Pero también he llorado de alegría.
En el tiempo que me ha tocado estar viva, jamás había visto una manifestación como esta en Colombia. Marchas sí había vivido, millones de personas en la calle también, pero generalmente dirigidas por un grupo sindical o político. Esta vez fue el pueblo el que se manifestó, fue la gente inconforme sin discriminación de posición social, económica o política – aunque algunos aseveren los contrario -. Se citó a un paro con un objetivo específico, y de repente cada quien estaba afuera con su propia lucha, con su propia voz, con su cacerola y con su arte.
La expresión de descontento no terminó como habitualmente se hacía: cuatro de la tarde, encapuchados y el ESMAD convirtiendo el centro en un campo de batalla, gente dispersa en sus casas a ver por noticias cómo se manipulaba la información de acuerdo con el bando que se quisiera favorecer en el momento, y después silencio, meses y años de silencio. Esta vez ni los encapuchados, ni las amenazas, ni la violencia, ni los abusos de autoridad, ni los muertos, han podido callar al pueblo, por el contrario, lo han enardecido y de la manera más maravillosa: con el estandarte de la no violencia.
Cacerolazo nacional en medio de desmanes, abusos de autoridad, vandalismo y toque de queda. “¿De cuándo acá?” dirían mis paisanos. Si es que esto en Colombia es épico, y hay más: Militares sintiendo empatía por la movilización – más allá del final, que es otro motivo más para estar emberracados -, manifestantes abrazando a miembros del escuadrón antidisturbios, policías pidiendo perdón – estoy hablando del ser humano que trabaja de policía y de militar, no de las instituciones -, alcaldes prohibiendo la acción de ESMAD, una semana de resistencia en las calles, en las redes, en las casas, así sea desde la cocina con una cuchara contra el lavaplatos. Carajo, si eso no les eriza la piel, les faltan toneladas de empatía y humanidad.
No podemos permitir que la palabra empatía se convierta en un cliché de noviembre de 2019, pongámonos siempre en los zapatos del otro: del manifestante, del trabajador, del estudiante, del militar, de la mujer, del anciano y hasta de los desubicados que llenan de mensajes de odio las redes sociales, porque ellos también han tenido miedo, porque sus reacciones nacen de sus experiencias de vivir en un lugar donde nos han mantenido a palo durante siglos.
Agradezco infinitamente estar viva para ver cómo se despierta mi gente. Siempre he dicho que el pueblo colombiano es de los más dormidos de América Latina, lo dejo de decir hoy, noviembre de 2019. ¿Que si el mundo cambia dándole palos a un sartén o saliendo a gritar arengas?, no, si fuera así países como Chile o Argentina serían el paraíso. Pero despertar y levantar la voz sí es el primer paso hacia el cambio, porque la próxima vez que nos quieran pasar por encima, se van a acordar de este noviembre. Gracias colombianos, gracias latinoamericanos.
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2019-11-29T10:20:10-05:00
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Natalia Méndez Sarmiento @cuentosdemochila
Cultura
¿De cuándo acá tanta empatía? (Tintas en la crisis)
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