La conversación

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El 15 de abril de 2019, Emmanuel Macron, presidente de Francia anunciaba las medidas que iba a tomar como resultado del Gran Debate Nacional propuesto por él a principios del año luego de que la protesta de los chalecos amarillos, nacida del deterioro de la economía de las clases medias, casi da al traste con su gobierno. Convocado nacionalmente, con una agenda de diez puntos, no sólo se refería a los motivos de la protesta, sino que buscaba nada menos que redefinir el papel de Estado y sus relaciones con los ciudadanos. Había terminado un mes antes y calmó los ánimos. Casi dos millones de franceses participaron en 10.000 encuentros para discutir temas preestablecidos, se recibieron más de 1,8 millones de comentarios por internet y hubo 16.000 libros de quejas abiertos en las alcaldías. La gran agenda quedó en veremos, pero su gobierno aceptó bajar el IVA en ciertas categorías de productos, ajustar las pensiones a la evolución de la inflación y aumentar el salario mínimo. Algo que desde un principio pedían los protestantes y hubiera podido hacerse sin tanto aparato.

Algo muy similar es la Conversación Nacional propuesta por el presidente Iván Duque, luego de la marcha del 21 de noviembre y sus traumáticas consecuencias. Acusado de no escuchar a la gente, el Gobierno ha abierto las puertas del diálogo de modo que todos los que tengan algo que decir puedan ser oídos. El proceso durará cuatro meses, sobre una agenda de seis puntos: lucha contra la corrupción, educación, cierre de brechas sociales, paz con legalidad, medio ambiente y crecimiento con equidad. El procedimiento es más o menos similar al francés y probablemente sus resultados también lo serán: toma de medidas administrativas que hagan más efectivo el funcionamiento del Estado. Porque el planteamiento de los grandes temas nacionales que alientan la protesta y están implícitos en la agenda: el régimen tributario, la reorganización de la justicia, del sistema político, la seguridad social, los servicios públicos, el mercado laboral, la ética de lo público y la descentralización, requieren de la intervención del Congreso de la República en el cual el Gobierno no tiene mayorías.

Lo cual significa que importante como es que se abra la gran conversación nacional, parecería también importante que el Gobierno converse con las fuerzas políticas representadas en el Congreso que son las que pueden llevar esas iniciativas de fondo a la legislación. Esa figura se llama gobernabilidad y la falta de ella es lo que está en el corazón de la crisis. La alternativa es legitimar a las fuerzas sociales como voceros políticos sin que éstas tengan otro poder para hacer valer sus reclamos que la protesta, con la tentación de validar una especie de democracia participativa a ultranza, un Estado de Opinión que llaman, no otra cosa que una patente de corso para el autoritarismo.

El tío Baltasar, a riesgo de arruinar la fiesta, dice que la persistencia del Gobierno de no avanzar en la formación de una coalición que le garantice las mayorías parlamentarias, donde puede poner estrictas condiciones de transparencia y ética pública, hace mucho daño porque bloquea tanto la acción gubernamental como la parlamentaria. Y añade, echándole sal a la herida, que una conversación nacional sólo con las fuerzas sociales no con los partidos que están hechos para eso, soluciona lo urgente pero no lo importante.