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Un año después

Un año después

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¿Qué tan distinto es el Andrés Manuel del primer año al que imaginamos? Cada uno tenía una expectativa diferente, hace un año todos esperábamos ciertas cosas y temíamos otras, había agoreros del desastre y pregoneros de la gloria, y pocos muy pocos moderados. ¿Ha sido un buen año?

Sigo pensando que lo mejor de López Obrador fue haber ganado la elección, esto es, que su triunfo generó una esperanza que rompió la inercia creciente de descontento y mal humor social y que de no haberse dado estaríamos muy probablemente en una situación muy similar a la de Chile.

Los pobres, la justicia social y la austeridad del sector público ganaron en apenas 52 semanas un espacio en la agenda del país que nunca habían tenido. Si hoy hay empresarios discutiendo el salario, si hoy los pobres tienen lugar en el Palacio y en la agenda del presidente, y si a ningún servidor público se le ocurre hacer el más mínimo gesto de ostentación económica, es porque la presidencia impuso una forma distinta de entender el ejercicio del poder.

Un año después, resulta aún más insoportable de lo que ya era el moralismo del presidente, esta tan falsa como absurda dicotomía entre buenos y malos. Saca ronchas la victimización y la prepotencia del grupo gobernante, la falta de autocrítica y el desprecio de la técnica. Nada hay políticamente más peligroso que el purismo y la pretendida superioridad moral de un grupo, el que sea y por las razones que sean. El revanchismo es la tumba de todas las revoluciones.

Las mañaneras han resultado un ejercicio desgastante y desgastado. Un ejercicio que comunica mucho, pero informa poco, que banaliza lo importante y da un espacio exageradamente grande a lo banal. Gobernar no es tirar netas sino resolver problemas, y las mañaneras se han convertido en el púlpito desde el que el Tlatoani nos sermonea cada mañana y combate a la realidad con otros datos.

No se puede decir que es un buen año cuando la economía no crece y la inseguridad no baja, cuando el empleo cae y el crimen organizado anda a sus anchas por el territorio nacional, cuando, en palabras del presidente, los criminales le hacen una guerra de cuatro horas al Estado y, eso no lo dijo el presidente, pero sí sucedió, el Estado sale derrotado. Estamos lejos, muy lejos de aquellos agoreros del desastre económico, de quienes decían que el país se iba a caer.

Lo más preocupante de estos primeros doce meses es sin duda lo político. La concentración de poder en manos del presidente no tiene antecedentes en la era de la democracia. La ruta que ha emprendido López Obrador para eliminar todo aquello que él considera un estorbo para el desarrollo de su proyecto debe ser motivo de preocupación, pero más aún debe serlo la incapacidad de la oposición, no digamos para articular un discurso alternativo de nación, sino simplemente una visión de país que les permita actuar congruentemente.

Un año después tenemos un presidente popular, un gobierno de medio pelo, un país con urgencias y una ciudadanía todavía con esperanza. Ah, y una realidad terca como una mula que no va a cambiar con discursos moralistas, sino con acciones y políticas públicas sustentadas y sostenibles a largo plazo.

(diego.petersen@informador.com.mx)